René Leiva
En todo caso, o casi – -oportuno descubrimiento de don José- -, conocerse demasiado puede ser impedimento para la acción, para el atrevimiento, para tomar el camino menos corto, para subvertir el orden, para la búsqueda, para la aventura, para posponer el probable encuentro, para con demora erigir los andamios del fracaso. A veces, no saber bien lo que se hace, por qué, aunque con esfuerzo, como el mejor arte, ofrece inéditos frutos, y es ganancia, añadidura, gratuidad, incluso para el perdedor.
En nueva y forzosa incursión nocturna a la Conservaduría, a través de la puerta prohibida de su propia casa, esta vez para mirar la guía telefónica que descansa en un ángulo de la mesa-trono-púlpito-cátedra-curul del conservador, como si fuese el único lugar de la ciudad donde hubiera una, don José decide llevársela a su cuarto, no sin antes trazar un mapa mental, memorístico, milimétrico, del ángulo de la mesa donde el conservador mantiene dicha guía, para luego encajarla ahí, sin que nadie note su cuasi profanación.
Se entiende que don José no es ningún refinado hedonista de los que exhalan reprimido placer en el preludio, en la dilatoria, en la tardanza, en la anhelante espera… pero sí, se entretiene en las absurdas páginas de la guía telefónica mucho antes de llegar al encuentro de la hoja donde debía estar el nombre de la mujer desconocida, su dirección. Don José, en el camino, resulta ser un cofre de sorpresas incluso para sí mismo. Ahora, cómodamente sentado pero ansioso, en su cuarto de al lado, al no encontrar el nombre de la desconocida, el contradictorio, el despistado, el don José naúfrago en su propio dédalo afectivo, ajá, así es, se alegra, se dice que tenía razón, que ya lo sabía, que no le sorprende…, con gran satisfacción. ¿A tal punto está harto de sólo nombres, papeles, concisión de datos, el ataúd de los anaqueles, el mausoleo de los estantes entre polvo, sombra y telarañas de la Conservaduría, ese depósito de vidas que no viven y de muertes que no mueren?
Nada como la adrenalina anímica, su química alcalina y precipitante, para que cuerpo y espíritu se amalgamen y uno cualquiera sea el temporal lazarillo de otro cualquiera por los vericuetos de la aventura endógena. Las alas del cuerpo y las piernas de espíritu, ajá, en la amalgama adrenalínica. ¿No, don José? La insoportable levedad del cuerpo llevando a tuto, a cuestas, al espíritu de peso pesado. ¿No es cierto que el mejor antídoto para la adrenalina del espíritu es la aventura contemplativa; es decir, el regreso?
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Leer no es pasar la vista por lo escrito. Pasar, ir de paso, a otra parte cercana. Tampoco es un recorrido de la vista, no un paseo por cuidado jardín con letreros de No Tocar y No Pase Sobre la Grama. La vista no es la sombra de un pájaro que va al Norte sobre la corriente de un río que va al Sur. Tras la epidermis del texto suele haber, no siempre, sangre, nervios, huesos, tuétano. Tras la vista está una antigua visión, el ojo, músculos y nervios especializados, neuronas, encéfalo, médula espinal, partículas elementales aún no descubiertas, algún agujero negro, algún agujero blanco, restos del Gran Estallido.
Leer no es leer.