Juan Jacobo Muñoz Lemus

Las cosas simples suelen dar placer cuando se las aprende a saborear sin pretensiones. La mala educación de fantasías grandiosas, se ha robado la alegría de vivir. Las cosas sencillas pueden hacer sentir bien.

Confundidos en zonas cómodas de aparente seguridad, luchamos contra cualquier emoción desagradable, que igualmente es parte de nosotros y que no hay que tratar como a una extraña, sino abrazarla fuerte para que se calme; igual a como haríamos con un ser querido. Cuando estoy triste no necesito que me animen, es un sentimiento legítimo.

En esencia, la verdad pasó de ser algo concreto a algo metafísico. Para cada uno de nosotros, la realidad es aquello que logró capturar nuestra atención, y hace que lo demás sea indiferente. Esa percepción nos hace actuar como niños ego centrados que niegan lo obvio, desatienden el universo y dependen de lo inmediato, incluso mágicamente. Por ejemplo, la imagen, la economía y la familia son fuerzas arquetípicas tan dominantes, que defenderlas ciegamente puede convertirse en un núcleo casi psicótico alojado en el inconsciente y agazapado en la sombra para dar sensaciones de control y de ser reconocidos como algo.

Tomar conciencia de las cosas fuera del campo de nuestra atención normal, hace que intuir sea algo más que solo razonar. En un mundo donde lo esencial es actuar e interactuar no alcanza con solo pensar. Está bien razonar, pero las emociones y la intuición, hacen que los demás se perciban mejor y nos importen. Entender lo que sienten los demás e incluso como nos sentimos nosotros mismos nos hace empáticos y más funcionales. Pero la falta de seguridad ontológica y la angustia nos limitan.

El tránsito de las emociones a reflexiones que se vuelvan convicciones sentimentales, puede tomar mucho tiempo; de repente toda la vida; y entretenidos en el poder corremos el riesgo de llegar tarde a los sentimientos. La cabeza sirve para pensar bien, y el alma para no confiar demasiado en lo que se piensa.

No existe una forma estándar de vivir y es difícil ser algo que uno no es. El esfuerzo de las leyes civiles y religiosas por poner algún orden, resulta débil y termina siempre topando con el propio ser humano y sus inquietudes.

Toda tarea humana tiene espacios sagrados, que fuera de ellos se corrompe. Los animales se calman porque comen, nosotros porque reflexionamos y apelamos al espíritu. No tenemos que estar siempre de un lado de la balanza. ¿Por qué no en el punto de equilibrio?, puede que todo tenga una partícula de verdad. La gente puede hacer las mismas cosas y no ser lo mismo, pues la versatilidad no es muy grande; pero los motivos, son infinitos.

Es preciso erradicar el prejuicio de que uno es el centro de todo. Difícil renunciar porque uno pasaría a ser ninguno; pero esa herida narcisista podría ser realmente salvadora; porque aunque está bien tener amor propio y autoestima, no vienen mal el autoconocimiento y aceptación de los propios límites.

La conciencia de que todo acaba, le da sentido a una vida, que tal vez no es la que queremos, pero trae más de lo que esperamos. Los que no la viven y la posponen, son los que tienen miedo. Saber que somos finitos, ayuda a entender que no todo se trata de uno. Además, a veces toca morir.

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