Raúl Molina

El logro principal del Acuerdo fue detener el conflicto armado interno, no como tregua militar sino que enfrentando, de manera concreta, las causas esenciales del surgimiento del movimiento revolucionario. Concluyeron las violaciones graves de derechos humanos, entre 1954 y 1996, eliminándose el “terrorismo de Estado”. Las fuerzas armadas y de seguridad dejaron de perpetrar actos genocidas, masacres, ejecuciones extrajudiciales, tortura y desapariciones forzadas y dejó de operar la “doctrina de seguridad nacional”. Ocurrieron hechos aislados, posteriormente, pero sin llegar a ser política de Estado. El Estado asumió su responsabilidad en la defensa, protección y promoción de los derechos humanos y las libertades fundamentales, esencia de la democracia, y se introdujeron los conceptos y prácticas de la verdad y la memoria histórica. Aun con limitaciones en su mandato, la Comisión para el Esclarecimiento Histórico produjo un informe que es un juicio histórico inapelable. Fue apenas un primer paso; pero, de tal magnitud, que, aún sin ser seguido de otros, deslinda las responsabilidades de los actores en el conflicto armado interno. El Acuerdo también establecía la necesidad de brindar justicia y resarcimiento a las víctimas, procesos en los que se ha avanzado muy lentamente a lo largo de veinte años.

Se aprobó democratizar el país y readecuar el ejército para una sociedad democrática. Hubo avances al principio de su implementación, reduciéndose los efectivos y el presupuesto del ejército y estableciéndose como mandato esencial solamente la seguridad exterior; pero, poco a poco, esa dinámica se perdió y ha habido un proceso de remilitarización. No se logró la prevista democracia participativa, porque las buenas intenciones fueron pronto sepultadas por la corrupción y los intereses de la clase política. En vez de transformarse las instituciones, al perderse las reformas constitucionales en 1999, la democracia quedó estancada y empezó su regresión. El único cambio fue la posibilidad de formar partidos políticos de izquierda, aprovechado por la URNG para intentar acceder al poder, aunque siempre dentro del marco rígido de una anquilosada ley electoral. Las disposiciones relativas a los cambios en los aspectos socioeconómicos pronto se estrellaron contra el muro de la oligarquía y el proyecto neoliberal. Los programas sociales se incorporaron tarde a las políticas de gobierno y se utilizaron, principalmente, de manera clientelar, mientras que la indispensable reforma fiscal es frenada una y otra vez. De haberse cumplido el acuerdo, no estaríamos hoy cada vez más pobres y dependiendo de las remesas familiares para subsistir. El Banco de Tierras, que, sin llamarse reforma agraria, pretendía modificar la tenencia de la tierra, nunca llegó a ofrecer ninguna solución a la falta de medios de la población campesina. El Acuerdo de cumplimiento más positivo porque ha sido bandera de lucha de los pueblos indígenas, es el que les reconoció su identidad y derechos específicos. Para avanzar, estamos obligados hoy a la transformación del Estado y la elaboración de una nueva Constitución.

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