Eduardo Blandón

El otro día, tropecé con un video infame en el que un padre maltrataba a su hijo mientras este lloraba con frustración, sobrepasado por el poder de un adulto que lo humillaba y lo ponía en una situación de obvia desventaja.  Recordé cómo somos hijos de las circunstancias y la dificultad con que nos pone la vida para superar los acontecimientos que nos marcan virtualmente para siempre.

Me sucede con la Navidad que no me dice mayor cosa y que la enfrento más bien como un valladar casi intransitable.  Entonces busco el certificado de nacimiento de El Grinch y no lo encuentro.  Mi memoria registra más bien a un niño venturoso, ilusionado por los regalos de Navidad, confiado en que la carta al niño Dios llegaría segura y que el buen comportamiento no pondría en entredicho, la bicicleta deseada, los camiones y los soldados para jugar.

Y pienso, sin embargo, que no son absurdos mis sentimientos.  Que quizá no he escarbado suficientemente en los días de la posguerra nicaragüense o en los años de aislamiento conventual.  Períodos aquellos de mucha riqueza espiritual quizá, pero también de ausencia amorosa familiar en el estado polar de los seminarios semivacíos de diciembre.

Si el ahora “veterano de guerra” responde de manera triste (casi irracional) a los cantos alegres de los villancicos, no es que no tenga explicación su comportamiento. Bastará una pequeña indagación para justificar esa actitud reprochable y reprensible para todos, incluso para el que la sufre.  El joven amargado es una víctima de circunstancias que lo hunde en la incomprensión.

Así somos, producto de situaciones que condicionan nuestras vidas.  Mecanismos frágiles hechos por un relojero que entendía la física y quizá subestimó la piel con la cubrió sus elementos. Con resultados vistos por todos. Una masa informe de personas absurdas, sujetos mentirosos que atiborran las calles y gestionan vidas ajenas, entes enfermos que merecen por parte de todos, misericordia, piedad y mucha indulgencia.

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