Eduardo Blandón
Con la muerte de Fidel Castro se van apagando los íconos de una época de la que era virtualmente imposible sustraerse. No es casual que muchas de las grandes personalidades se sintieran atraídos por el simbolismo que representaba la Revolución Cubana, atracción que, con el tiempo, como todo amor pasional, se fuera apagando.
No solo era Sartre, Simone de Beauvoir, García Márquez o Vargas Llosa, los seducidos por el mítico líder barbado, sino también una masa ilusionada que llenaba plazas y repetía consignas en las que mostraba respeto por los ideales conquistados a punto de balas. Fidel inauguraba un período histórico que convulsionaría décadas y provocaría cambios que rediseñaría la geografía mundial.
Desde ese ámbito de posibilidades es que puede comprenderse lo que en la década de los setenta y ochenta significaba ser parte de las organizaciones populares. La mística revolucionaria se imponía porque se soñaba una utopía alcanzable, posible porque lo habían realizado Cuba, Nicaragua y otros países que se encaminaban firmes en el proyecto socialista. Un modelo alterno que se presumía más humano.
Más aún cuando se combinaba la ideología con la tierra promisoria cristiana. Eso era de antología. Cada cristiano tenía que organizarse porque «entre cristianismo y revolución, no hay contradicción». En ese sentido, nadie más cristiano que Marx, nadie más santo que el que toma las armas para defender al oprimido (como ya lo había hecho Moisés en su tiempo). Para ello, había suficientes textos que explicarían la no contradicción entre el apostolado cristiano y la militancia revolucionaria. Giulio Girardi, por ejemplo, escribía un famoso texto titulado: «Sandinismo, marxismo, cristianismo: la confluencia».
Era la feliz época de la zafra, el trabajo sacrificado en algodonales, los cortes de café y las campañas de alfabetización. Tiempos en que no había redes sociales y el consumismo apenas asomaba la nariz. Para ello la revolución tenía su santoral: el «Che» Guevara, Carlos Fonseca, Sandino, Farabundo y un etcétera que recordaba cada calle en las ciudades en donde la Revolución había echado raíces.
Fidel Castro se lleva un pedazo de historia, el siglo XX, los ideales marchitos y las consignas gastadas. La izquierda perdió imaginación, sus militantes sufren anemia y el ideario fue enterrado por intereses reducidos a ventajas económicas. Divididos, envejecidos, somos arrastrados por un sistema perverso que impone un modelo inhumano. Nunca como hoy se extraña una verdadera revolución.