René Leiva

¿Quién no es, alguna vez, el lector frustrado, deseante, imposible de llegar furtivo ante la puerta del escritor vivo o muerto y deslizar por debajo, una por una, las hojas anónimas, ya hojarasca, de su (des) apasionada lectura, inseguro de para qué? Volantes de vuelo rastrero para arrastrar complicidad vigente y venidera renuncia.

Con mucho, el gozo de la lectura, su saboreamiento deletreado en alimento y condimento, rebasa la comprensión del texto propuesto, primario, su sentido nutricio y digerible. Más bien deleita el eco múltiple, polifónico y polifágico y entrelazado de las palabras, su callado reflejo en la resonante memoria. Leer, encontrar, recordar, volver.

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Como escribiente, funcionario menor de la Conservaduría General del Registro Civil, y coleccionista secreto de recortes de periódicos y revistas sobre personajes seleccionados por la fama mediática, don José es lector consuetudinario y copista de biografías apenas en simiente o muy fragmentarias. Un lector él, y quién no, de abstracciones. Su casi quijotesca locura u obsesión de ir tras una abstracción innominada, aunque causa también de algún golpe y contusión en lo concreto y vulnerable de carne y huesos suyos, si bien no por caídas desde aspas de molino ni por viles garrotazos.

Ante la potencial, pero reprimida necesidad espiritual/material de aventura, cualquier signo encontrado, cualquier señal apenas vislumbrada sirve para el atrevimiento que sobrepase el intento. Darle cuerda al reloj que siempre estuvo parado y en paro obligado. Una brizna de estímulo para encender el ánimo remiso y provocar, eso sí, una llamarada de tusa; fogonazo que nunca provocaría el nunca dicho (ni deseado) incendio de la Conservaduría.

Una aventura amorosa, sí, aunque el amor se insinúe, apenas, embozado, anónimo, indigente, disperso, concentrado, deforme… tan de otros. La aventura como acto de libertad e invención de un tiempo y espacio para sí mismo, en rebeldía a la costumbre, en desobediencia a los rasgos alienantes/enajenantes de lo instituido… Aventura, acto volitivo a medida de encuentros, confusiones y rechazos, de mano con la imaginación, esa brújula de cien agujas, esa noble guía que confunde horizonte con arcoiris.

No solo en parajes distantes y extraños cabe explorar; también atañe el sondeo del vecindario, del edificio público cuando no hay nadie, las calles cotidianas, la propia vivienda… E indagar lo que se posee de conciencia, inventiva, sueños de la lucidez… En lo posible, los motivos solapados de decisiones reflejas… El irrisorio hallazgo de lo ignorado en cuanto no era tan obvio. Las engañosas obviedades miméticas, casi invisibles.

La aventura del nombre, el riesgo y las correrías de la palabra puesta a caminar donde ni veredas o senderos había… La aventura como redención de la sumisión. La sobria andanza de la palabra escueta, sin más equipaje ni camino que ella misma, sin otro destino que el agotado en la letra.

Nunca, en parte alguna, encontrará don José el tamaño de su soledad; por diseminada y sin nombre.

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