René Arturo Villegas Lara

Dice Luis Cardoza que “las tentativas de recuperar la infancia son universales en quienes escriben, directa o indirectamente, la niñez se haya en las obras de imaginación”. Yo me recuerdo de la actividad de pequeñísimas empresas en mi pueblo y de quienes las impulsaban en su diario vivir, especialmente mujeres que se dedicaban a la producción de manjares y chirmoles que sabían a gloria, como solía decir mi maestro, Humberto Hernández Cobos. En Chiquimulilla, que si usted no lo sabe quiere decir canto de jilgueros, existieron benefactoras del placer de comer y son recordadas con nostalgia y grata memoria, solo que el viejo mercado en donde comerciaban ya no existe.

Había un señor llamado Israel Ruiz, que toda su vida la dedicó a sacrificar marranos de patio, de esos negros sin pelos, que él convertía en crujientes chicharrones que comíamos con deleite supremo, entre tortillas saliendo del comal. Los menudos iban a parar a una gran tortera de barro, en donde los esperaba una deliciosa salsa de tomates, para cocinar lo que conocimos como “Comida coche”, no por quienes la consumíamos, que conste; y si había algún buche que sobrara, a preparar el Mushque, con mucha cebolla, yerbabuena y trocitos de chile. La Nía Rita, en las afueras del mercado, solo vendía coyoles en miel y melcocha color de cachaza, nada más, era su especialidad. A la Cande García nunca la vi vender más que fresco de horchata y granizadas coloradas, en la esquina del caserón del mercado viejo, en donde vecinos y fuereños mitigaban los intensos calores de la costa con un vaso de fresco con hielo. Una señora llamada Matilde, que vivía por la antigua alcantarilla, que traía el agua potable al pueblo, desde las faldas del Tecuamburro y que probablemente construyeron los españoles del siglo XVIII, se dedicaba únicamente a producir los famosos “tamales torteados”, que su hijo Chusito, ya entrada la tarde, se encargaba de traerlos al mercado, apiñados en un baño de peltre. Cuando uno estaba en el parque y llegaba el aroma de tamal, era porque Chusito iba pasando al lugar de venta. De vez en cuando, para las fiestas nocturnas, no faltaban la Nía Matías, la Nía Marcela y la Nía Soledad, que nos complacían con su ponche de leche rociado de polvo de canela y un chorrito de guaro Olla Virgen, además de sus pastelitos fritos con picado de carne como relleno. ¿Y las melcochas, las bizcotelas y las espumillas? Nadie como las hermanas Contreras: doña Goya, doña María, doña Romelia, eran las únicas que fabricaban esas dulzuras que hoy, por haber ingresado al club de los fabricantes de azúcar, ya no las podría degustar. Pero, en aquel tiempo, sí que me las gocé. Habían otras especialistas, como las Razaná, que fabricaban sanas longanizas, que asadas uno se comía hasta el cibaque, junto a las morongas y los chorizos, haciéndole la competencia a la Nía Chefina, la esposa de Mejicanos, que colgaba ensartas de chorizo en el patio de su casa, a regular altura para que el enjambre de chuchos que se acercaban no se jalaran un rosario de ricos embutidos. Si usted quería comprar queso fresco u oreado, o pescado seco que les llegaba desde los esteros del Papaturro o el Ahumado, había que buscar las ventas de la Nía Josefina Domínguez o las de Herlinda Blanco. En las tiendas de las afueras del mercado, también había especialistas: Nadie igualaba a mi tía Teresa en eso de fabricar fresco de súchiles, a base de agua del chorro Champote, panela negra y un hongo llamado “marinas”, que se da en los resquicios de los trapiches; o las semitas negras, de afrecho y panela, que solo sabía hacer la Nía Delfina Méndez; o el picado de carne y verduras que vendía la Nía Chila Negreros, que uno esperaba con ansiedad que llegara al mercado, para comprar su “poquito” en una hoja de bijagua y el almuerzo estaba arreglado; o los inigualables royales explotados que fabricaba don Lalo Sales, para salir de la cena con gran satisfacción al paladar; o la conserva negra de coco y panela, que solo las Arrecis sabían fabricar; o los nuégados de la señora Taracena; o las salporas que horneaba la mamá de Dora, mi compañera de estudios en la escuela primaria; o las bolitas que vendía mi tía Hortensia en su tienda del barrio de arriba; o el dulce de leche de la Nía María Morales, la mujer de don Tono Morales, el dueño del cine, que anunciaba sus películas de vaqueros diciendo que eran metrajes de muchos “morongazos”; o las quesadillas celestiales de tía Luz Segura; o las marlilas, un tamal de arroz y frijol, que hacía una señora de quien no recuerdo su nombre, pero sí del hijo que recibió el apodo de Carlos “marlila”; o …con semejantes especialistas, cocinar en la casa era innecesario. Todas estas especialistas y benefactoras del paladar ya se murieron; pero me queda el recuerdo de ese placer exótico de la buena comida criolla y del buen beber… Beber un vaso de fresco de temperante, de horchata de pepitoria, de tamarindo o de piña picada.

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