Luis Fernández Molina

Barrilete de colores con sabores combinados que se sirven en los viejos platos que la abuela heredó de quien fue su abuela. Armonía de mil sabores mezclados magistralmente siguiendo las recetas amarillas de cuadernos resguardados en el ropero de los recuerdos.

Reunión sobre una mesa de los queridos compañeros que hoy nos acompañan en la vida –hijos, padres, hermanos, nietos y los amigos–, y al mismo tiempo un encuentro místico con aquellos que ya se fueron y que tan solo ayer compartieron con nosotros este mismo fiambre. Los primeros se acomodan en una silla frente a las grandes bandejas en camas de lechuga y coronadas con espárragos, chamborotes, huevos duros y perejil, bañados con queso seco; los segundos ocupan también un lugar pero en nuestro corazón. La conexión entre todos se establece como el hilo de los barriletes se eleva al cielo traspasando las fronteras de las nubes y del tiempo.

Noviembre se hace presente con el convite del fiambre y los barriletes que elevan los vientos del norte, fríos y secos. Los aires agitan y levantan los polvos de nuestros recuerdos y la luna cristalina ilumina nuestros más recónditos rincones. Aunque formalmente el primero de noviembre es Día de Todos los Santos y el día dos es de los Fieles Difuntos, es en el primero que la mayoría de la población evoca a sus muertos. Para muchos es día de visitar cementerios, día de “enflorar” y adornar las tumbas; para otros es día de recordar en la casa; un día muy propicio, y como diría Benedetti: “Todo se hunde en la niebla del olvido… pero cuando la niebla se despeja, el olvido está lleno de memoria.”

En todo caso el fiambre es parte central de esa liturgia y viene a ser la celebración del “acabe” que acostumbraban los campesinos al terminar la cosecha de café. En noviembre terminan las lluvias y concluye un año de la anual cosecha en el registro de cada persona. Viene el corte de caja, el cierre de cuentas en los eternos ciclos de la vida. De alguna manera conmemoramos la muerte y de otra forma celebramos la vida. Por eso el fiambre es mezcla y fusión de aromas y colores. Una docena de variedades de verdura y otra docena de diferentes carnes. Ejotes y zanahorias, arvejas y apios, coliflores y pacayas, repollos y cebollitas, rábanos y “elotíos”, algo de remolacha y nunca de más las aceitunas y alcaparras y los quesos. Chorizos y longanizas, salchichas y butifarras, mortadelas y cecina y lengua salitrada. Todo picado y aderezado por los “caldillos” –verdadero secreto de un buen fiambre–, cuya fórmula se conserva con siete llaves y se transmite como tesoro a las siguientes generaciones.

Es una costumbre muy nuestra, un plato que no se saborea igual en ningún otro país del mundo. No es fácil prepararlo ni necesariamente barato, pero se prepara solo una vez al año (¿Comer fiambre en mayo o septiembre? Impensable). Ello nos identifica como chapines y consolida nuestra nacionalidad. Qué bueno que, en la medida de las posibilidades de cada familia, se sigan reuniendo alrededor de una mesa para recordar a los difuntos y disfrutar del delicioso fiambre.

Artículo anteriorReportan 18 desmembramientos más en comparación con el año anterior
Artículo siguienteComo un sueño