Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

La corrupción es un problema generalizado que afecta a la sociedad y que se ha incrementado notoriamente por el deterioro derivado de la forma en que se han trastocado algunos valores que fueron, en otras épocas, paradigmas para la gente honorable que anteponía su buen nombre a sus ambiciones. Mucho de ello ha quedado atrás porque valoramos más a la gente por lo que posee que por la forma en que adquirió sus bienes, no digamos por su comportamiento decente.

En algunos países los sistemas legales funcionan con mayor eficiencia para castigar la corrupción y ahí los corruptos lo tienen que pensar una y otra vez antes de decidirse a embolsarse dinero que no les corresponde, no porque sean honrados, sino simplemente porque hay una razonable certeza de que los mecanismos de control pueden ponerlos en evidencia y generar el castigo que la ley contempla.

En otros lugares, como en Guatemala, el problema se agrava porque el sistema está diseñado para garantizar impunidad a los pícaros y sinvergüenzas que se pueden alzar con el dinero ajeno y hasta ostentarlo de manera insolente porque, al revés, la certeza razonable es que no serán alcanzados por el brazo de la ley. Algo de eso cambió el año pasado cuando se produjo el destape del caso de corrupción conocido como “La Línea” que no fue sino el primero de una larga lista en la que resultaron involucrados no solo el presidente y la vicepresidenta de la República, sino una gran cantidad de funcionarios.

Ahora, cuando vemos cómo en El Salvador se produjo la captura del expresidente Antonio Saca, luego de los cargos muy concretos contra los exmandatarios Flores y Funes, vemos que aún sin el acompañamiento de un ente internacional como la CICIG, la fiscalía de ese país realiza importantes esfuerzos que no se limitan a un gobierno ni se centran en una parte del espectro político, sino que se basan en los hechos, en los abusos cometidos y en los actos de corrupción perpetrados por mandatarios que creyeron que la impunidad operaría eternamente.

En Guatemala nos falta camino por recorrer porque parece como si tenemos un visor muy estrecho. Hace unos años vimos que se investigó a Portillo, dando la idea de que era un caso aislado producto de una actitud especialmente corrupta de ese gobernante, porque no se quiso plantear el tema de los vicios del sistema. Hoy ocurre lo mismo con Pérez Molina y Baldetti, puesto que se actúa de manera que pareciera como si ellos se saltaron las trancas, cuando la verdad es que aquí no hay trancas y que lo hecho por ellos es justamente lo que han hecho quienes les precedieron y sucedieron en el ejercicio del poder.

No me cabe duda que hay raseros diferentes y que algunos investigadores tratan con pinzas a algunos ex funcionarios de gobiernos con los que tuvieron una buena relación o de otros con los que, a lo mejor, mantienen alguna afinidad ideológica. El caso es que Pérez Molina insiste en que fue objeto de un golpe blando propiciado por Washington y, pasmosamente, nadie mueve un dedo para demostrar la falsedad de esa afirmación con hechos que demuestren que, de verdad, vamos contra toda la corrupción y contra la impunidad.

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