Juan Jacobo Muñoz Lemus
Hace apenas cincuenta años que estaba yo cursando el primer grado de primaria en el colegio San José de los Infantes. Recuerdo en fila de grados, cómo veía hacia las alturas con admiración, a un alumno de quinto bachillerato que me parecía un gigante.
Era yo un prototipo, con características representativas de un niño que podría llegar a ser algo más. Fue mi maestra de primer grado la que me hizo saber que me gustarían las mujeres, aunque sé que en eso no estuve solo. Once años transcurrieron en aquel colegio de varones que, a fuerza de rezos, marchas militares y golpes físicos, fui junto a mis compañeros de aula, bien y mal educado. Luego de la formación secundaria obligatoria, hicimos el bachillerato y egresamos como promesas de algo.
El trayecto escolar estuvo lleno de tareas, lecciones mal recitadas, trabajos manuales, actos cívicos y, maestros de todas las facturas. Pero, sobre todo, había mucha algarabía, producto de voces alegres y festivas, al principio atipladas y luego desentonadas de todos mis amigos.
En once años estudiando en el justo centro de la ciudad, fuimos una comunidad de mozalbetes adictos a la hora de recreo; al principio petimetres e imberbes y luego remedos de rebeldía hirsuta. Vivimos juntos el despertar a la sexualidad y a las ideologías; y me parece que hoy todos procuramos un despertar espiritual.
Fuimos muchos, algunos duramos desde el principio, otros se fueron y otros llegaron, incluso ya muchos murieron, pero cada uno fue dejando parte de su ser en la formación del ser de cada uno de los otros.
Veníamos todos descriados y sin la capacidad de confiar tranquilamente en los demás; y en ese caldo se fue gestando la camaradería y en muchos casos la amistad. A fuerza de andar en mundos donde muchas veces nos tocó ser los más pequeños y pocas veces los más grandes, se nos fue templando el carácter o al menos tuvimos la opción. Poco a poco y siempre creciendo, fuimos desarrollando una silueta fuerte, unas formas únicas y unos rasgos sólidos.
Hoy, cuarenta años después de separarnos, hemos conmemorado con agrado tanto tiempo. Ha sido encantador conocernos de niños y luego vernos crecer, producir y reproducirnos. Me gusta ver amigos autosuficientes, que no se quejan de la vida con amargura y viven su vida con independencia.
En una delegación representativa, viajamos un grupo hace poco a la playa. Hablamos de muchas cosas y nos contamos lo que hemos hecho con nuestro honor y nuestro nombre. Fue una reunión de hombres. Recapitulamos, estrechamos lazos y nos sentimos acompañados y creo que siempre estaremos simbólicamente acompañados. Ya no somos vitalistas, no es época de apareamiento ni búsqueda de sensaciones. Hablamos de la experiencia de nuestros errores y de la muerte, de la nuestra.
La amistad, como el amor existe, pero de nada sirve buscarlos a ambos, son ellos los que nos encuentran. Todos sabemos que el cariño no cambia lo dura que puede ser a veces la vida, pero si ayuda a hacerla más llevadera.
A veces pienso que parte del sentido de vivir es hacerse cargo de esa zona oscura que es la soledad, y que la identidad es fundamental para hacer las paces con un mundo que suele ser hostil y a veces cruel. Muy buena parte de mi identidad, se la debo a mi generación, que me acompañó en la niñez y la adolescencia.
Sé que seguiremos unidos cada vez más, hasta que seamos todos juntos, polvo de estrellas.