Eduardo Blandón

¿A qué se parece el Congreso de la República?, preguntaría el santo evangelio parafraseado en nuestros tiempos. Semeja a una cueva de ladrones donde se urden patrañas motivadas por intereses fraudulentos. Un lugar nauseabundo en el que escasamente se libra alguno quizá por despiste, miedo y, con suerte, por valores fundados en sus familias.

¿A qué compararéis a los diputados elegidos para legislar a favor de las grandes mayorías? Se parecen a un grupo de sinvergüenzas que danzan según el dinero con que son comprados. Encarnan el vicio, la lacra moral, la peste, todo aquello que se encuentra en las antípodas de lo humano. Son eso que un padre no desea para sus hijos, lo más aberrantes salido de las manos de Dios.

El que quiera oír que oiga.  El Senado se parece a un lugar de tranzas, un terreno para aficionados a lo sucio.  El punto perfecto donde se congregan los adoradores de mamón, los amigos de la traición y los desventurados que no conocen límites. Malditos quienes se reúnen ahí y pasan los años viviendo a costillas del erario público.

Los bienaventurados son árboles plantados junto a una fuente. Y mientras los justos recibirán el premio reservado desde toda la eternidad, los legisladores son esos vomitorios sin beneplácito alguno ni de Dios ni de nadie. Se han ganado el desprecio de todos, a pulso, con paciencia, sembrando perversidad y cosechando lo que se merecen. Un día les llegará su turno.

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