René Leiva

Se está ante una muy embozada, poco descubrible versión de un Don Quijote pacato y lúcido, es decir, don José, quien en lugar de libros de caballería colecciona vidas impresas de discutibles celebridades mediáticas, y de una Dulcinea innominada, huidiza, espectral, magnética. ¿Por qué esta cómoda conexión ciertamente novelesca, lectural, seudosemiológica, de dos personajes separados por siglos? Ambos pedestres, pero no triviales.

Todos los nombres, así, en plural, no dejan dudas de la totalidad, de lo entero con cada una de sus partes, íntegro y completo, referido a la Conservaduría General del Registro Civil.

Registro: la constancia documental y las cuentas claras de nacimientos, matrimonios, defunciones, y un etcétera, ése sí, no demasiado claro ni limitado.

Y el primer –y único– nombre (propio de persona) a todo lo largo y ancho del laberinto verbal es José (el don precedente es un útil convenio de civilidad y dudosa cortesía, con diferentes y contradictorios usos y connotaciones circunstanciales), al que puede tenerse por protagonista del relato. Y también nombre del autor. Un nombre, obviamente, totalizador, ubicuo, poco o nada interpretable.

Don José es alguien a quien alguna comprensible soberbia clasista consideraría un don nadie. Una pieza más, anónima, reemplazable, nunca indispensable, siempre sustituible, porción semi invisible del bien lubricado engranaje del Registro Civil… Don José, una tímida fuente de indiferencia y desdén donde abrevan los otros.

Entre todos los nombres don José casi no tenía nombre, apenas lo ostentaba, era un nombre cualquiera el suyo; suyo, sí, pero escasamente lo poseía… si poseerlo significara algo… para alguien.

Si se tiene un nombre (o prescindir de ese apócope de pronombre indefinido, un) supónese que es para identificarse y hasta diferenciarse de los demás, para que las relaciones interpersonales se desenreden y fluyan por los vericuetos del laberinto social… Pero si tal nombre es de lo más común, se arriesga a ser cosificado, tratado en calidad de objeto, de nada, de poco menos, como al parecer sucede con don José. Don José es, cabe remarcarlo, sujeto o víctima de un indiferentismo institucional, casi ritual, rutinario, indiscriminado…

Infundir exagerada distancia en los otros, no provocar ningún interés, es esencial en su función de escribiente, cual parte reemplazable en el aparato oficinesco de la Conservaduría tan conservadora.

Esa atmósfera de institucionalizada displicencia tiene que calar no solo la carne y los huesos sino sobre todo la conciencia, las emociones, los sentimientos.

En pocas páginas de desciframiento hay más que percepción simple de deshumanización estructural y en las circunstancias laborales, del sistema administrativo, de los convencionalismos y el disimulo funcional… Todo sea por el orden y el encasillamiento.

A manera de compensación existencial, resulta conveniente para un don escamoteado y ninguneado coleccionar “noticias acerca de personas del país… que se habían hecho famosas”.

Conveniente, oportuno, ciertamente compensatorio.

El coleccionista secreto iguala, asemeja, homogeneiza, pone el hilo conductor de identidades y de entidades dispersas, inconexas… Es un recreador de lo creado… Ordena el desorden, conjunta la dispersión… La colección de don José suple sus carencias, en parte.

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