Luis Enrique Pérez

La oficina de Onofre estaba en el sótano de un ruinoso edificio público, ocupado por el Ministerio de Asuntos Múltiples, Cuestiones Diversas y Problemas Varios. Onofre trabajaba en la Sección de Análisis Operacional, que pertenecía al Departamento de Evaluación Táctica. Este departamento, a su vez, pertenecía a la Dirección General de Dictámenes Estratégicos. Antes de entrar al edificio, Onofre se despedía de la luz natural del día, y se preparaba para exponerse a la luz amarillenta de la lámpara eléctrica que colgaba del techo de su oficina. Era una oficina con húmedas paredes mohosas, repello grietado y color olvidado.

Su primera tarea era leer los periódicos. Un prolongado bostezo, acompañado por un delicioso estiramiento corporal, era el final de aquella primera tarea. Luego comenzaba su más importante faena: simular que trabajaba, y esperar que el tiempo transcurriera con piadosa rapidez. El tiempo, sin embargo, como si intentase castigar aquel simulacro, más bien parecía detenerse. Una vez Onofre hasta tuvo la terrorífica impresión de que el tiempo regresaba; pero con íntimo alivio comprobó que el tiempo todavía conservaba su preciada dirección hacia el futuro.

Un viernes en la tarde, Onofre se sintió particularmente hastiado de su fatigante simulacro y del paciente transcurrir del tiempo. Habían pasado ya 22 años desde que había comenzado a trabajar en el ministerio, cuando tenía 20 años de edad. Sintió vergüenza porque su sueldo aumentaba, no porque su trabajo fuera más útil para la patria, sino porque el sindicato acudía a la amenaza, al chantaje y al sabotaje para lograr salarios mayores.

Sintió pena porque había preferido una vida mediocre pero segura. Había eludido exponerse al riesgo de competir en el mercado laboral, someterse al desafío de desarrollar sus propias aptitudes para su propio beneficio y el de la sociedad, y ganar tanto como merecía por su capacidad productiva. Sintió culpa porque había vivido de los recursos de quienes realmente trabajaban, de quienes merecían el sueldo que devengaban, y de quienes no tenían más estabilidad laboral que la garantizada por su propia capacidad de producir.

Con amargura recordó que, una vez que su jefe le había solicitado dictaminar acerca de un viejo proyecto administrativo, su dictamen fue adverso, porque el proyecto le parecía absurdo; pero, años antes, él mismo lo había propuesto. Y humillado recordó que, una vez que quería que su jefe lo despidiera, no llegó a su oficina durante una semana; pero nadie se percató de su ausencia. Un día lunes, Onofre solicitó hablar urgentemente con su jefe; y le comunicó su decisión de renunciar.

El jefe intentó retenerlo. «Nadie lo molesta, Onofre. Su sueldo está seguro. En pocos años podrá jubilarse. La patria lo necesita. Su enorme experiencia en este ministerio es un valioso capital de que dispone el Estado. El bien común le debe muchísimo a su silencioso pero eficiente trabajo.» Onofre ratificó su decisión. El jefe le preguntó: «¿qué hará usted? ¿Cree que pronto encontrará un nuevo trabajo, mejor pagado? Onofre respondió: «no buscaré trabajo. Utilizaré el dinero que he ahorrado, para emprender algún negocio.»

Onofre Evaluó varias opciones de negocios. Con la cooperación de su familia, eligió fundar una panadería, que estaría situada en una de las calles más transitadas del barrio en el que residía. En algún momento sintió temor de fracasar. Empero, se convenció de que el temor al fracaso no debía impedirle la búsqueda del éxito. Y para este fin estaba dispuesto a utilizar plenamente el mejor recurso que poseía. Ese recurso no era precisamente el dinero que había ahorrado y que ahora invertía. Ese recurso era él mismo.

Post scriptum. Un día muy temprano, Onofre inauguraba la panadería. Su familia lo acompañaba. Ahora podía ser premiado con ganancias, o penado con pérdidas. Onofre, sin embargo, comenzaba con una gratificante ganancia: la oportunidad de ser más útil para él mismo, para su familia y para su país.

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