Eduardo Blandón

Alguna vez tuve la suerte de trabajar en una comunidad de ancianos. Tenía veinticuatro años, era quizá la joven promesa de una vida religiosa de abundantes frutos, ahora puesto a prueba en un espacio conventual que la mayoría rehuía.  Para mí era el lugar propicio para aprender y ejercer estoicamente el voto de obediencia.

Juro que fueron años gozosos. El anciano uno (evidentemente evitaré dar sus nombres), frisaba los noventa años. Era frondoso y saludable para sus años. Disciplinado, era el más demandante. Al ser yo el de la bolsa –al mejor estilo de Judas-, me presentaba el monje el listado de alimentos nutricionales que pedía para la semana: jugos, frutas, fibra y azúcares particulares. Comía en silencio y abominaba las risas estruendosas.

Tantas delicadezas provocaba la furia del anciano dos, otro italiano casi septuagenario y de pocas pulgas. Bajo y de pelo cano. Doctor en teología. Tenía el extraño don de ser semiabominado en casa y amado fuera de ella. La gente hablaba maravillas de su trato amable y hasta de su ternura, cosas que nosotros desconocíamos y extrañábamos de él.

Los gritos entre los ancianos uno y dos eran de antología. Se maltrataban en italiano (maledetto, se gritaban con frecuencia) y en ocasiones se retaban a los puñetazos. Yo vivía las reyertas con una alegría casi seráfica esperando un buen jab de izquierda para sacarnos de la rutina de los días. Mientras eso sucedía, el director de la comunidad me pedía intervenir para poner orden al supuesto caos religioso.

El santo Abad, el director del convento, era el más joven de los vetustos. Superaba los sesenta años.  Callado y propenso a la vida mística vivía con escándalo las miserias de esos hombres, quizá para él, poco angelicales. “Un día se van a hacer daño”, me decía. Deje eso, le respondía, yo temo que un día decidan envenenarse. No sucedió, por supuesto, o no me di cuenta porque en aquellos días otros proyectos empezaban a incubarse en mi corazón.

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