María José Cabrera Cifuentes
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Dentro de la sociedad hemos aprendido que hay conceptos que son relativos, el amor, la felicidad, la integridad o la corrupción. Se nos ha enseñado a ver que estos, entre otros, pueden medirse y ser de menor o mayor magnitud dependiendo de una serie de cosas que les darían estas calidades.

Lo cierto es, que hay nociones que no pueden ser cuantificables, en esta ocasión quisiera referirme precisamente a la corrupción, ese tema de moda que nos ha convertido a muchos en jueces pero que aún somos incapaces de reconocer en nosotros mismos.

Hace unos días, llamaba mi atención un artículo sobre una estudiante india que, a pesar de haber obtenido una calificación perfecta en uno de sus exámenes, al volver ser puesta a prueba quedó más que evidenciado que había copiado las respuestas del primero, siendo esto causa de un verdadero alboroto. La consecuencia para esta jovencita de 17 años fue nada menos que ser arrestada y ser puesta bajo custodia en una cárcel de su país. Según la BBC, en la actualidad hay cuando menos 20 personas arrestadas, sindicadas por este mismo caso de estafa.

En muchos países orientales el honor y la rectitud son algunas de las cualidades más admiradas y respetadas en los individuos, de esa cuenta que las familias sean los principales maestros en estos temas, castigando con severidad los indicios de comportamientos corruptos desde la niñez.

No quiero decir con esto que en Guatemala debiéramos asumir actitudes de similar rigor dentro de la familia, la escuela o incluso involucrar al sistema penal en estas primeras etapas de la vida. Sin embargo, creo firmemente que es precisamente entonces cuando hay una oportunidad de formar a los individuos e inculcarles que la corrupción no se conforma solamente de aquellos actos cometidos por nuestros gobernantes, por grandes empresarios y por personas con acceso al poder; sino que ésta empieza en nosotros mismos, con hábitos que para muchos ya son normales, pero que a todas luces no lo son.

Recuerdo aquella vez en que yo tenía alrededor de 6 años y ante la negativa de mi madre a comprarme una bolsita de dulces, creí poder salirme con la mía y sustraerla sin que nadie se diera cuenta. Estaba equivocada, cuando mi mamá vio lo que había hecho, me obligó a regresar a la caja, a reconocer que había actuado mal, pedir una disculpa y a pagar lo que ilegalmente me había llevado. Hasta el día de hoy no puedo olvidar la vergüenza que sentí, que superó incluso la magnitud del castigo y la reprimenda que vinieron después, tras ese incidente jamás volví a cometer un acto semejante, pues pude entender la gravedad del asunto.

Si todos reconociéramos en los pequeños actos que cometemos que estamos contribuyendo a la gestación de una corrupción en los niveles más altos quizá dejaríamos de cometerlos. Llegaríamos a entender que copiar en un examen, orinar en la calle, pasar un semáforo en rojo, evadir impuestos, dar mordida a la policía, entre otros, es igual de grave que robar un auto, el enriquecimiento ilícito, sustraer recursos del Estado y defraudar a toda la población. Pongámonos todos un momento en el banquillo de los acusados, sin otro “honorable juzgador” más que nuestra propia consciencia.

Recordemos que con el ejemplo y el cambio individual podemos contribuir a que las próximas generaciones vivan en una sociedad diferente.

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