Isabel Pinillos
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“Doña Sofía, le cuento que me voy a fin de mes, para que busque a otra empleada”, le dijo Berta a su patrona, pues había tomado la decisión de irse donde su hermano a Nueva Jersey. No era la primera vez que Berta había tenido que emigrar. Lo había hecho tres años atrás cuando se despidió del paraje, del campo y de las montañas, armada de valor para dejar al papá de su hijo, quien cada cuanto le propiciaba una golpiza cuando regresaba a casa. Hastiada del maltrato y de ver que no alcanzaba la comida, un domingo de lluvia le entregó el niño a su madre para que se lo cuidara junto con los otros nietos. “Me voy pa’ la capital mama, cuidame al Jonathan, te mando lo del gasto y sus útiles”. Pero ahora la madre había enfermado y era necesario pagarle a la cuñada por los cuidados adicionales. Por ello, se iría a trabajar al Norte “de lo que fuera”, con tal de ver a su hijo salir adelante, estaba dispuesta a todo.

Esta historia describe lo que en los foros de migración se conoce como “cadenas del cuidado”, en donde el trabajo doméstico o cuidado de niños, ancianos o enfermos recurrentemente toma un carácter transnacional, transfiriéndose las tareas de unas a otras. En el caso anterior, Sofía contrata a Berta para que atienda su casa, quien a su vez pide a su madre que cuide a su hijo, pero al faltar la madre, se traslada esta función a la cuñada. Muchas veces la última de la cadena no recibe remuneración alguna. En los trabajos de cuidado, son los hombres los que generalmente se benefician, mientras que las mujeres son las proveedoras o gestoras. Ellas lo han hecho a veces por responsabilidad, o por cariño, o por sentimientos de culpa, pero generalmente, porque no les ha quedado de otra.

Conocí a mujeres como Berta en pueblos de Estados Unidos, quienes no sólo desempeñaban trabajos domésticos sino, además, laboraban en fábricas avícolas o como agricultoras en plantaciones, haciendo labores tradicionalmente masculinas, a pesar del esfuerzo de manejar maquinarias pesadas o de trabajar largas horas bajo el sol. Algunas se desempeñan dentro de un núcleo familiar, pero otras de manera autónoma, sosteniendo los gastos de dos casas. En ocasiones contribuyen con la alimentación de otros en las comunidades donde viven, manteniendo vigentes los roles tradicionales maternales de “nutrir” a los que están en su entorno social.

Mientras la pobreza y las necesidades cada vez son más profundas, los trabajos de los migrantes dejan de tener género. Sin embargo, en cuanto a las tareas del cuidado, son las mujeres quienes siguen a cargo. Esto es porque no se le ha dado un valor moral ni monetario a esa labor, mientras que las familias deben sufrir la separación para que ellas puedan seguir llevando la doble función de enviar la remesa mensual y de continuar velando a distancia para cubrir las necesidades del hogar. Cuando una mujer migra, inicia un eterno círculo de solidaridad femenina.

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