Luis Enrique Pérez

Leí con suma incredulidad un mensaje, escrito con letras rojas en un blanco papel pergamino, que me envió alguien que afirmaba ser un fantasma. “No tema. Soy un fantasma benévolo”, decía el mensaje, y proseguía así: “Quiero conversar con usted. Lo invito a cenar.” El mensaje me informaba sobre el día, el lugar y la hora de la cena, y terminaba con estas palabras: “No importa que usted no acepte la invitación. Yo lo esperaré. Mi ser incorpóreo tendrá la apariencia de un viejo caballero tan triste como usted jamás ha observado en su vida.” Acepté la invitación.

La cena fue un día jueves, a las ocho de la noche, en el comedor de un hotel de Antigua Guatemala, situado entre las ruinas de un convento. En el hotel, según historias ya rutinarias, los huéspedes más frecuentes eran, no turistas, sino fantasmas de almas que querían expiar una pena, o vengarse de una ofensa, o delatar un crimen que no había sido castigado, o revelar el lugar en donde estaba oculto un promisorio testamento o un fantástico tesoro, o impartirle una lección inolvidable a algún muy malvado pero impune mortal.

Llegué al comedor. ¿Cómo no reconocerlo? Era ciertamente el ser más triste que había observado. Estaba sentado frente a una mesa redonda, en cuyo centro había una rosa desmayada, iluminada por la llama tambaleante de una vela que la parafina desbordada adornaba de manera impredecible. Me miró y, con una señal muy cortés, sugirió que me sentara, y me dijo: “Recuerde que soy incorpóreo, y comprenda, por favor, que tengo que simular que soy corpóreo. Ya me equivoqué una vez en este mismo hotel: descuidadamente atravesé una pared, y un huésped que me observó, huyó espantado.”

Un mesero tenaz obligó a pedir la cena; y mientras la cena era preparada y servida, decidí iniciar la conversación. “Algunos fantasmas son fantasmas de seres humanos que han muerto, y que visitan a los vivos, ya con propósitos benévolos, ya con propósitos malévolos”, le dije, y luego le pregunté: “Usted, ¿qué clase de fantasma es? Su respuesta fue la siguiente: “Soy un fantasma muy especial. Soy el fantasma de una patria que ha sido asesinada.”

“¿Quién la ha asesinado?”, le pregunté. “La han asesinado todos sus hijos”, me respondió. “¿Y cómo?”, le pregunté. “La han asesinado con multitud de puñales. El primero, el que provocó la más grande herida, ha sido el puñal de la indolencia: dedicados todos a sus asuntos privados, no se ocuparon de la patria. El segundo ha sido el desprecio: los mejores ciudadanos nunca han querido gobernarla, y la han entregado al gobierno de los peores. El tercero ha sido la irresponsabilidad: cuando los peores han gobernado la patria, todos han optado por la resignación, y no por la rebelión. El cuarto ha sido la complicidad: la indolencia, el desprecio y la irresponsabilidad parecen haber sido actos de cooperación con los actos ilegales de los gobernantes. No quiero hablar de otros de puñales con los que la patria fue asesinada. Su sangre ha teñido ríos, manantiales y lagos. Reitero que soy el fantasma de una patria asesinada.”

“¿Qué pretende?”, le pregunté. “No quiero ser ya fantasma doliente, sino ser viviente humano, ciudadano de una nueva patria. Quiero resucitar la patria. Y estaré rondando y merodeando, hasta resucitarla. Recientemente he presenciado ya indicios de resurrección, que han aliviado mi tristeza”. Entonces le planteé esta pregunta: “¿Y cómo logrará esa resurrección?” Respondió así: “Rondaré y merodearé hasta que cada hijo de la patria asesinada se convenza de que una buena patria se gana y se merece, no con lamentos sino con coraje para lograrla; o se convenza de que una buena patria no es una piadosa dádiva de algún casual benefactor, sino un gratificante triunfo por las batallas que ella exige emprender para lograrla. Con esa convicción, la patria podrá resucitar, y entonces mi ya fatigado ser fantasmático cesará.”

Post scriptum. Repentinamente el fantasma desapareció. Yo quedé estupefacto, y desperté. Allí, entre las sábanas, estaba el libro que yo leía en el momento en que súbitamente me dormí. Era un libro sobre historia de fantasmas, impreso por primera vez en 1838, cuyo autor es el irlandés Joseph Sheridan Le Fanu.

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