Juan Antonio Mazariegos G.

Londres no necesita de un maratón para impactar al visitante, las viejas glorias del imperio británico asoman a cada esquina de una ciudad que le puso nombre a todas las demás ciudades, The City, concentra en su entorno urbano cerca de 14 millones de personas y por algunos de sus barrios y bajo el lema “uno en un millón” (#oneinamillon) un poco más de 39 mil corredores enfrentamos el pasado domingo el London Marathon.

La carrera se enorgullece de ser el maratón que a nivel mundial más recaudaciones con fines benéficos logra y para cuando el día viernes por la noche visitamos el Excel Center, centro de convenciones que acogió la exposición de la carrera, llevaban recaudadas más de 17 millones de libras esterlinas que iban destinadas a fundaciones tan diversas como la de alzhéimer, la esclerosis múltiple, el cáncer de niños o muchas otras que pagaban a los corredores su generosidad a través de sus voluntarios quienes aplaudían a sus héroes a todo lo largo del maratón.

Contrario a otros maratones en donde por las millas de la carrera se observan las camisas azules de muchos guatemaltecos, en Londres apenas pude ver a una chapina que me rebasó cerca del kilómetro 40, cuando yo ya pagaba la osadía de haberme mantenido corriendo por debajo de mi tiempo normal, esfuerzo y dolor que vino con él, que me hicieron pensar seriamente en volver a jugar ajedrez.

Como meta personal el Maratón de Londres significó reducir en 23 minutos el tiempo de mi anterior maratón en Chicago, lo cual puede demostrar o mi gran progreso o lo mal que estuvo mi desempeño en la ciudad de los vientos el año pasado. Sin importar la respuesta volví a entender, al cruzar la meta, que se corre por superarse a uno mismo y que todos y cada uno de los que me acompañan a lo largo de la carrera, sin importar su procedencia o el idioma que hablan no son mis competidores, son mis compañeros de kilómetros y nos apoyamos para concluir la jornada seguros de solo quien ha terminado un maratón sabe que para cuando se finaliza ya solo queda el lenguaje del éxito y la meta superada.

Ver asomarse al Big Ben anuncia el final de la carrera, a un costado del parlamento británico que dividido este entre lores y comunes podría confundir a cualquiera y pensar que algo de esa historia nos motiva. Cuando menos en mi caso no aplica, debo los últimos kilómetros a las personas que significan y han significado algo en mi vida, aquellas sin cuyas imágenes mentales no habría podido cruzar la meta y que seguramente estarán conmigo cuando cruce la próxima.

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