Raúl Molina

Me conmocionó el asesinato de Berta Cáceres, en Honduras, valiente líder indígena dedicada a la defensa de su pueblo Lenca y a promover las causas de las grandes mayorías de ese país. «Desconocidos» llegaron a su lugar de alojamiento y con saña y cobardía la mataron a balazos. En vida se le reconocieron grandes méritos: «fue galardonada en 2015 con el prestigioso Premio Ambiental Goldman para el Sur y Centroamérica por su contribución a la lucha persistente en contra de la construcción de una represa hidroeléctrica que amenazaba con desplazar a cientos de indígenas de Honduras» (Diariodeurgencia). Ante su violenta muerte, el senador Leahy de Estados Unidos dijo: «Berta Cáceres pasó su vida luchando por los derechos indígenas y este crimen horrendo demuestra que nadie, ni siquiera una activista social reconocida internacionalmente, está a salvo en Honduras cuando se denuncia corrupción o abuso de autoridad».

Para los «poderosos» de Honduras, Berta es una líder social menos en la tenebrosa contabilidad del país, que es escenario de una tardía «guerra sucia», en la cual gobierno, empresarios, militares, políticos de derecha y hasta sectores de la iglesia Católica consideran que hay que «eliminar los obstáculos» a sus intereses de clase. Se utilizan todos los mecanismos del Estado y la sociedad para destruir a sus «enemigos de clase»: es neoterrorismo de Estado que aplica neorepresión. En los tiempos de la «guerra sucia» en Guatemala, los primeros «Escuadrones de la Muerte» fueron integrados por fanáticos anticomunistas y matones de la Policía y el Ejército. Posteriormente, fueron oficiales y suboficiales de G-2 y otros los que formaron los equipos para secuestrar, matar y desaparecer a las personas. El oficializado «terrorismo de Estado» se mantuvo intacto e impune hasta la firma de los Acuerdos de Paz, cuando se sumergió, para actuar solamente en casos puntuales y especiales, como el asesinato del Obispo Gerardi.

La guerra de Estados Unidos en Iraq, extendida después a todo el Oriente Medio, «privatizó el negocio de la muerte». Los agentes de la CIA dejaron de ser los únicos asesinos, para incorporar a «compañías de seguridad» de exmilitares encargadas de capturar, «desaparecer», torturar, mantener en cárceles clandestinas y asesinar a gente en rebeldía. En los países de América Latina, la «mano de obra criminal» que ejecutó las peores acciones de «guerra sucia» pasó a servir a negocios ilícitos, aumentando exponencialmente los índices de violencia y criminalidad. Gracias a la impunidad han florecido el narcotráfico, la trata de seres humanos, el robo de niños y niñas, el tráfico de órganos y, a nivel del Estado y la sociedad, la más descarada corrupción. Se siguen usando como instrumentos los «escuadrones de la muerte», ahora integrado por sicarios, que matan sin titubear, cobran poco y son descartables. El movimiento ciudadano, acá y en Honduras, puede contribuir a una paz futura, todavía inalcanzable, fijándose la meta de desmantelar los grupos clandestinos, en cuya tarea Washington tiene grave responsabilidad. Confiamos en que el asesinato de Berta sea el principio del fin de la tiranía hondureña.

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