Eduardo Blandón

En ocasiones podría creerse que los columnistas somos una especie de aves carroñeras habituados a vivir de la inmundicia pública.  Periodistas con sensibilidad corrupta y paladar ordinario. De qué otra cosa podrían escribir, opinan algunos, sino de la maldad que reina en la sociedad.  “Sin ella, ustedes no serían nada”, me dijo un amigo.

Por lo que a mí respecta, comparto parcialmente la afirmación.  En primer lugar, porque no puede negarse que a veces los enfoques son amargos y pesimistas. No por voluntad torcida del que escribe, sino en razón de su oficio.  Flaco favor le hace a la sociedad un columnista que no analiza y advierte a sus lectores los peligros del ejercicio político y las prácticas sociales.

Pero escribir columnas de prensa, contrario a lo que se crea, a veces no es placentero.  Exceptuando quizá algunos espíritus particulares, en general ser testigo de la pestilencia que produce el mal es desagradable.  Nada exquisito.  Se realiza no porque produzca placer ni regocijo, sino por compromiso, como una tarea encomendada y que toca desempeñar.

Diré algo más. Creo que los columnistas a veces quisieran (quisiéramos) hasta equivocarse en sus análisis.  Dejar de fingir ser un científico social para convertirse en un humilde profeta confiado en la benevolencia de Dios y las posibilidades de cambio del género humano.  También hay una fantasía que conduce a creer que no todo está perdido y que podemos resurgir de las cenizas.

Sin duda hay todo tipo de columnistas, los hay escandalosos, mendaces y sabihondos. Divas y necesitados de atención.  Pero la mayor parte de ellos ejerce una función invaluable al tratar de explicar un mundo complejo y sin precedentes, ese que nos toca vivir y que muchas veces no entendemos.

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