Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

Creo que el episcopado guatemalteco tiene mucho tiempo de actuar con firme ponderación para analizar la situación del país y su comunicado de ayer es un ejemplo de esa seriedad y compromiso a la hora de evaluar las condiciones en que vivimos en Guatemala. Enfocaron su planteamiento de manera muy concreta en el efecto que la corrupción tiene, ha tenido y seguirá teniendo en aumentar los niveles de pobreza en nuestro país porque cada centavo que algún funcionario se roba es recurso que deja de invertirse en la promoción de educación, salud y seguridad para los habitantes de la República, mismos que en su inmensa mayoría se topan con la absoluta ausencia de oportunidades para crecer física, emocional, cultural y económicamente.

Guatemala es, y el viernes lo dijo el Ministro de Finanzas, el país del mundo con el presupuesto más bajo con relación al Producto Interno Bruto. Y lo dice un funcionario que no puede ser tachado de socialista, pero es alguien que ha estudiado lo suficiente como para tener a la mano las cifras que ofrece el Banco Mundial para determinar cuánto del PIB de cada país se destina al gasto e inversión pública. Nosotros llegamos, en el mejor caso, a rondar el 14 por ciento y en los últimos años, con la caída de la recaudación, nos movemos apenas arriba del 10 por ciento.

Si a eso sumamos que lo poco que hay se lo roban de manera descarada, al punto de que hay gente que estima que entre peculado, malversaciones, sobornos y plazas fantasma, el Estado deja de disponer de alrededor de la cuarta parte del dinero presupuestado para funcionamiento e inversión, tenemos que entender que cuando se habla del nuestro como un Estado fallido no se está inventando nada porque las instituciones no pueden funcionar por carencia absoluta de recursos.

Educación es un desastre cada vez mayor como se destaca con las pruebas que se hacen a los graduandos y los resultados de los exámenes de matemática y lectura. Salud Pública vive en permanente carencia que se traduce en muerte y abandono de nuestros enfermos. La justicia y la seguridad se mantienen a tres menos cuartillo y el Estado no tiene presencia en amplias regiones del país porque no hay dinero suficiente para montar agencias del Ministerio Público, tribunales de justicia y ampliar y hacer más eficiente la cobertura policial.

De suerte que somos un país que no quiere invertir en su desarrollo porque nos negamos a financiarlo, pero además somos un país que deja que el recurso público se lo roben tranquilamente quienes terminaron secuestrando nuestra democracia con ese pacto entre políticos y financistas que terminó por consolidar el sistema perfecto de la corrupción a todo nivel y en gran escala.

La indignación de los obispos debe ser compartida por la población porque no es justo ni aceptable que se roben los escasos recursos, pero no basta la indignación sino que tenemos que empezar a ser propositivos para impedir que la crisis nacional sea aprovechada astutamente por los diputados para hacer SUS cambios a SU medida y para SU beneficio. Es hora de ponernos las pilas para que el cambio pueda ser real.

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