Eduardo Blandón

Es horroroso despertarse y capturado por el silencio traer a la memoria las acciones de las que no hay motivos de orgullo. Sentir oprimido el pecho y respirar con dificultad ese aire denso que contamina nuestros pulmones. Cargar con el peso de la pena sintiendo angustia por la maldad que salió de nuestras manos.

Cada uno lleva en sus espaldas un pasado que condena. Una vida llena de vicios, las fechorías cometidas como mal padre, la trampa en la vida profesional, las omisiones con nuestras parejas. Todo es una losa de cemento que nos ahoga y nos hace sentirnos minúsculos, bichos sin duda dignos de piedad.

Pero hay penas y penas. Pienso en la amargura del militar que recuerda la cara de los vivos pidiendo piedad antes de morir. Los niños asesinados, los jóvenes torturados, la prestancia para hacer el mal. No puede haber paz en las conciencias de los responsables de tantas muertes y dolor.

No hay sosiego tampoco para el guerrillero que en nombre de la ideología fue un carnicero con “el enemigo”. Ese que ajustició al camarada porque lo juzgó “traidor”. El que secuestró sin tregua para sacar dinero a los poderosos, provocando humillación y llanto. La memoria los aplasta por la autoría perversa de esas acciones.

Tanta iniquidad no puede quedar impune. Y si ya en lo privado se pagan las malas decisiones, públicamente debe haber condena y solicitud de reparación. La justicia debe poder alcanzar al tirano y al sátrapa, al que un día actuó con desvergüenza. Ponerlos tras las rejas es una exigencia elemental y una enseñanza moral para las jóvenes generaciones.

Como sociedad debemos poner de moda la justicia, no por deseos de venganza, sino por respeto a nosotros mismos, como signo de madurez social y deseos de aprendizaje. Hacerlo crea las condiciones para el nacimiento de una conciencia diferente, pero también limita la impunidad y castiga al impío. Abrir el debate, ya es un buen comienzo.

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