Luis Fernández Molina

Pocas imágenes de la mitología griega son tan perturbadoras como la de Cronos devorando a sus hijos. Son muchas las estatuas de mármol del mundo clásico, donde aparece un viejo iracundo abriendo sus fauces para llevarse infantes a la boca. En general las narraciones de la mitología griega nos parecen incomprensibles; no podemos entender los enredos entre los dioses –pleitos, amores y celos— y sus relaciones –a veces íntimas– que tenían con mortales; nos cuesta ubicar a seres como Pegaso, los centauros, las gayas, los cíclopes, Minotauro, Medusa, Cancerbero, Caronte, entre una pléyade de protagonistas de esas crónicas. Tampoco podemos entender las condenas de Prometeo y Sísifo, como tampoco los relatos de Orfeo, Hércules.

Toda esa serie de creencias tuvo vigencia por más de mil años en toda la Hélade pero nunca desaparecieron. No me refiero al registro histórico que recupera esos relatos. No. Esas historias se incorporaron al pensamiento griego que luego fue asimilado por los romanos de quienes somos herederos directos. El mapa genético de nuestras ideas fue forjado en ese mundo que ahora nos parece tan extraño, tan distante. Y es que no podemos analizar esas crónicas de hace 3 mil años con la mentalidad del siglo XXI. Aunque nos sumergiéramos en el mundo heleno, aunque fuéramos estudiosos de su historia, no podríamos más que rascar la superficie de ese universo fantástico de la religiosidad griega.

Los griegos reverenciaron Cronos, quien gobernó los cielos tras haber vencido a su padre Urano (dios del firmamento). Un oráculo anticipaba que, a su vez, un hijo de Cronos lo iba a destronar, de ahí que se iba comiendo a sus propios hijos. Sin embargo fue engañado cuando nació Zeus, quien habría de destronarlo y luego ser “el padre de los dioses”. Ambos pasaron a la mitología griega con los nombres de Júpiter y Saturno (existe un Crono y un Chronos que se fueron asimilando).

La representación de Cronos, imagen del tiempo, no puede ser más real: El tiempo devora todos los afanes humanos, todas sus obras, todas sus realizaciones. Tarde o temprano –más bien pronto– nos va a “devorar” ese destino del tiempo. Por eso repetía el rey sabio: “vanidad de vanidades, todo es vanidad” y Mateo nos lo recuerda en el capítulo 16: “De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma”. Por cierto que el término vanidad se entiende como arrogancia, que sí vale, pero básicamente se refiere a la caducidad de las cosas. El número 40 mil se asocia al ser humano; en efecto, cada año tiene 365 días, en 10 años hemos vivido 3 mil 650 días y en 100 años, 36 mil 500 días y como algunos superan esa meta aceptemos los 40 mil días.

Más no quiero transmitir una idea sombría, por el contrario quiero compartir un entusiasmo por la vida precisamente por lo valiosa y limitada que es; por lo imponderable del tiempo. En este año que se inicia tenemos muchos de esos nuestros días para que, cada vez que nos levantemos, demos gracias a Dios y nos propongamos aprovechar al máximo ese tesoro que se ha depositado en nuestras manos. Explotemos al máximo cada minuto de ese tiempo del que somos usufructuarios antes de que Cronos devore nuestro tiempo.

PD. Aprovecho para desear a la comunidad de La Hora y toda Guatemala, un Año 2016 pletórico de bendiciones.

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