Marco Vinicio Villatoro

Eran las seis de la tarde en Las Ramblas, una popular avenida de Barcelona, España; tomábamos un café, puesto que la vida le jugo gacho y no podía tomar bebidas alcohólicas, de repente y sin aviso, nuestras miradas tiernas y amorosas se cruzaron en medio de todo el bullicio, me dijo con ternura, jamás pensé llegar tan lejos.

Fuimos a ver disfrutar el equipo de sus amores, el Barcelona, puesto que los «rojitos» ya no eran los mimados de la afición sino más bien los imanes de la desgracia; allí estábamos disfrutando de esa delicia tan guatemalteca en tierras tan lejanas que generan tantos amores como desgracias, estábamos en la «Madre Patria» española.

Con un atisbo de desdén y un leve sabor a dolor aunque con el espumoso toque de triunfo, pensé que el recordaba muchas cosas, tal vez su viaje por Taiwán con el embajador o su tiempo de estudios de su maestría en Alemania pagada por el gobierno alemán o algunos de sus múltiples viajes por los Estados Unidos, tierra que nunca vio con buenos ojos, pero no era así.

Son las personas, me musito y dio un sorbo a esa delicia color café casi como el color de la piel de mi madre que hace poco tuvo el privilegio de subir a las Alturas Celestiales y quedarse allí a saborear no tan solo el maná del cielo sino del placer eterno y por qué no decirlo, etéreo del Amado de nuestra alma o como ella solía decirlo, La Rosa de Sarón.

Mi mente trato de recordar las innumerables veces que se sentó con Presidentes de Naciones, de Jefes de Estado, de Directores de Organismos Internacionales, o el sin fin de embajadores y ministros de estados con quienes había tenido el infortunio de reunirse, puesto que para él esas posiciones obligan a las personas a querer aparentar un maltrecho interés por ti, pero en realidad es una farsa que mi amado Padre nunca se tragó.

Se terminó su café en silencio y me lanzo una mirada como esas que solo él sabía lanzar, parece que me hubiera abrazado y dado un beso en la frente, como las innumerables veces que lo hizo, siendo yo un pequeño a punto de dormir en la cama; su capacidad de amar fue inquebrantable, su facilidad de perdonar fue magistral y su necesidad de afecto hacía que inmediatamente abrazara continuamente a todo aquel que conocía.

Entonces en medio de ese amor sutil, pero sincero, me tomo la mano y con lágrimas en los ojos vomito esa expresión, como queriendo gritarla a los vientos, creo que hubiera querido que se oyera hasta La Bastilla: «Yo era un Tishudo» y echó a llorar, como ahora lo hago yo presionando estas teclas de «Su iPad».

Hasta la edad de 12 años caminé tishudo, volvió a suspirar, fue hasta esa edad que me puse calzado en mis pies por primera vez hijo, expiró, como queriendo entregar el alma, sin saber que su Creador y Padre muy pronto le daría el privilegio de tomar ese aliento de vida. Yo era un Tishudo volvió a escupir, pero yo sabía que no era de asco, por esa circunstancia, sino el saberse tan privilegiado en medio de un mundo turbulento en el cual él siempre peleó, incluso hasta exponer su vida, por la defensa de los menos afortunados.

Creo que de cierta forma aborrecía aunque siempre le daba gracias a Dios por todas sus bondades, bueno no siempre, porque durante toda su mocedad y gran parte de su juventud e incluso entrado en años, le dijo a Dios, más bien le proclamó que sería un ateo! Que absurdo más elocuente, sobre todo viniendo de aquel que más tarde tendría que tragarse esas «Palabras de Papel».

Yo creo que todo ese aire de grandeza y su elegante gallardía y el poder codearse con tan altas personalidades, no necesariamente de tamaño, y las, para él, tan cansadas reuniones de esmoquin que el protocolo requería, nunca le quitaron lo Tishudo.

Lo Tishudo lo llevaba en el corazón, pregúntenle a sus pobres amigos que se sentían privilegiados cuando el pasaba con su Volvo a recogerlos para ir al «Grupo de AA» o a don Juanito el caitudo chamarrudo patarajada que religiosamente venía a entregar los periódicos todos los días, sin irse, por supuesto, con su respectiva tasa de moshito y sus panitos de manteca que mi padre compartía con él, mientras ojeaba de reojo los titulares.

Mis grandes amigos, mis «Inditos de la Guarda» como les decía él, se sentían honrados cuando venían a verme y mi padre los obligaba amorosamente a sentarse a la mesa a comer las viandas que tan dulcemente degustábamos cuando venían desde el caserío Xuaxajil de la aldea Santa Catarina Ixtahuacán; ellos venían a saludarme a mí, pero se deleitaban más con el Tishudo de mi padre, que con los huevitos con frijol que en la mesa había en demasía.

El Tishudo de mi padre es un recuerdo que creo imposible sea borrado de mi mente, menos hoy que ando tishudo por su casa, aunque usando sus pantuflas; era un Tishudo, pero delicado, no salía de casa sin las respectivas herramientas cuida patas.

No pretendo enumerar en una presentación las invaluables lecciones que me dio, pero quería hacerlos llorar mi tristeza y dibujar una sonrisa en su rostro mientras se secan sus lágrimas recordando alguna payasada de mi amado Padre que ha tenido ya el maravilloso placer de adelantarse a su viaje a La Casa de mi Padre Celestial.

Artículo anterior2015, el año de la ciudadanía
Artículo siguienteSe va terminando un año muy especial