Francisco Cáceres Barrios
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Todavía recuerdo cuando en Guatemala los diputados y los alcaldes no se podían reelegir. No cabe duda que estábamos influenciados por los mejicanos o por los costarricenses porque ellos de sobra sabían de lo perjudicial que eran los cacicazgos logrados a través del proselitismo clientelar. Esto es cuando el pueblo permite que el mañoso politiquero compre votos en vez de solo aceptar el derecho inalienable del libre voto ciudadano, basado en convencimientos propios y no porque el candidato lo orille a base de presiones, de supuestos regalos o dádivas, puesto que nada sale de sus bolsillos, sino de las cajas de la entidad que tiene bajo su cuidado.
Un negro día de nuestra historia apareció un aprovechado de estos o no sé si un grupo de ellos diciendo que muy pocos países tenían vigente la prohibición de poder reelegirse, al igual que ahora se habla de abolir la pena de muerte y de ahí convencieron a nuestros legisladores y después a la población para que dócilmente aceptáramos que los diputados y los alcaldes pudieran reelegirse cuántas veces les diera la gana. Por ello es que le pregunto a usted amable lector: ¿qué ganamos con ello?, ¿acaso disfrutamos ahora una efectiva democracia?, ¿mejoramos la calidad y honestidad de nuestros funcionarios ediles y de nuestros representantes en el Congreso?, ¿hemos logrado con ello más progreso y desarrollo para los pueblos?
Cuando no había reelección, en mi entonces preciosa “tacita de plata”, los semáforos funcionaban mejor; las calles no tenían tantos hoyos; las infracciones al Reglamento de Tránsito se aplicaban con mayor eficacia y a toda hora del día; había más agua potable; todos los barrios merecían la preocupación edil para mejorar su ornato y no solo ciertos y determinados sectores privilegiados porque así particularmente les convenga para lograr su reelección. Cuando no la había, se elegían diputados más capaces, honestos y con experiencia; ellos eran más fieles a su ideología y a sus partidos y no se cambiaban de partido como si fuera camiseta, como ahora lo hacen reiteradamente; trabajaban más y sus remuneraciones eran menos; eran mucho más honestos pues no se les permitía comprar votos a base de hacer obras públicas útiles también para engordar sus cuentas bancarias.
Por ello es que el ciudadano de hoy perdió la confianza, no cree en nadie y desconfía de todos. Qué buenos fueron aquellos momentos en que creímos que el pueblo había despertado y estaba dispuesto a salir a las calles para exigir sus derechos. ¿Me habré vuelto impaciente? ¿Será que eso ya forma parte de la historia, como ocurrieron los movimientos de los años veinte o de los cuarenta del siglo pasado?