Juan José Narciso Chúa

La delicia de beber café, otro momento en la vida que resulta imprescindible. El café, esa morena bebida, esa grata pócima, ese espectacular brebaje, que a muchos nos encanta, nos embelesa, nos entretiene, principalmente si aquél es el centro de la tertulia, sí el moreno líquido nos concita a platicar, sí ese negro y aromático brebaje nos distiende en la plática casual, en la conversa seria, en las disquisiciones, risas y carcajadas del placer de sentarse con amigos y conocidos en un coloquio interminable y, por demás agradable. Porque el café debe ser eso, un momento para la reflexión, un incentivo para el análisis, un agregado para la interpretación, pero principalmente un paréntesis para la plática cordial, coloquial y eterna con los amigos y la familia. Mi madre siempre adoró el café, yo le seguí en esa veta de riqueza inigualable. Aquellos desayunos con café y churros o champurradas, con mis viejos y hermanos allá en San Rafael, son infaltables en los recuerdos, al igual que las tardes de domingos con mis viejos en San Cristóbal y toda la cabría de hijos. El café es la mejor y más noble excusa para platicar, para juntarse, para escuchar, para discurrir sobre la vida, sobre el futuro y también, por qué no, para refrescar el pasado alegre, travieso, loco, de grandes amigos, de queridas amigas, de antiguas novias, de anécdotas imborrables que las repite uno todo el tiempo, pero parece que cada vez se renuevan y gustan más.

Tengo que confesar que soy un asiduo bebedor de café y que asisto al Café León en la 8ª avenida del Centro Histórico, en donde me pongo a trabajar, pero ello no implica que me permita la reunión con viejos y nuevos amigos quienes concurren a este agradable espacio. Ahí llegan, entre otros, Xela Castillo, el Negrito Palma, Fernando, el Doctor, Patachín –mi viejo amigo del Central-, Raúl Paz, mi prima Irasema y su esposo Julio, Güicho Vielman, el Caldo, el Fotógrafo Historiador, en fin un diverso grupo de personas con quienes me divierto degustando esa profunda, aromática y negra bebida.

En lo particular tengo un gusto particular por el baile. Bailar es una de la expresión del cuerpo más sentida, más agradable, más cercana y además armoniosa. Bailar constituye un símbolo en donde el cuerpo se complementa con el oído, con el ritmo, con la pausa alargada o corta, con la armonía de la música y con el placer de la complicidad de otras parejas que degustan este vital y agradable momento de vida. Tomar a la pareja por la cintura con la mano derecha y juntar las manos izquierda y derecha arriba, representa un símbolo de acuerdo inmediato, constituye una figura que establece una mutua felicidad para disfrutar de “dejarse llevar”, de establecer ritmos y pasos, de reconocer la forma de mover los pies, uno o dos pasos, de bailar la belleza de un vals o aligerar el paso y el ritmo para disfrutar de una cumbia. La marimba, actualmente nuestro símbolo patrio, es uno de los géneros que disfruto por herencia de mi padre y seguro si bailo Río Polochic o Clavel Tinto, piezas originales de mi abuelo Rodolfo Narciso Chavarría, estaré encantado, al igual que bailar Llegarás a Quererme de Salomón Argueta, un danzón exquisito, o bien bailar Sobre las Olas que me recuerda los 15 años de mi hija Sofía Alejandra y de otro montón de piezas imprescindibles Recuerdos de un Amigo o Añoranza y ni hablar de las clásicas de Domingo Bethancourt, Gumercindo Palacios o don Cupertino Soberanis –padre de mi amiga Catalina Soberanis-. Pero también disfruto bailar rock, twist, balada o incluso salsa. En fin, bailar uno de los placeres increíbles de la vida.

No cabe duda que la lectura es otro de esos espacios que le permiten a uno adentrarse en otros mundos. Me encanta la novela, aún más la hispanoamericana –Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Pepe Donoso, Carlos Fuentes, Monsiváis, César Vallejo y otro montón-. La lectura es un paréntesis para adentrarse en mundos que no son nuestros, pero que en el proceso de involucramiento y complicidad que uno toma con los autores y los protagonistas, uno se acerca más a uno de ellos, lo comprende, lo entiende, incluso aconseja introspectivamente qué hacer. La literatura guatemalteca es abundante y rica en contenido. Miguel Ángel Asturias es increíble, ya he escrito sobre alguna de sus obras, actualmente estoy releyendo Hombres de Maíz y la sonoridad de esta obra es impresionante, por la oralidad campesina, el lenguaje propio de lugareños, la simbología a través de sus creencias y costumbres, en fin Asturias tiene para volverlo a leer. Mario Monteforte Toledo, el Bolo Flores, Manuel de José Arce, Dante Liano y otros autores recientes son magníficos para entretenerse profundamente. Justamente a la par del libro de Asturias, leo Los Rollos que Quedaron del Bolo Flores y también me divierto releyendo Veinte Años Después, la preciosa y aventurada novela de Alejandro Dumas, que me entretiene enormemente. Imagínese lector, todo de lo que uno puede disfrutar con muy poco y falta más.

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