Mario Álvarez Castillo

Todos los días, ilusamente nuestra gente se despierta con la idea de que todo habrá de cambiar en especial, cuando nos referimos a la actuación de nuevas autoridades, que no logran satisfacer sino a los que, subidos al tren de una campaña recién finalizada se ubican con la confianza de que obtendrán los ansiados beneficios. La mayoría y sin que transcurra mucho tiempo, huyen de la esperanza de mejorar desde una posición distinta: la del que no es empleado público.

Achacamos a las personas todo género de desastre y quisiéramos contar cada uno con un presidente que hiciese precisamente lo que se nos antoja. Lo que sucede es la inexistencia de correspondencia entre lo que realmente somos y lo que deseamos ser. Es así como se emiten leyes tan significativamente inútiles, como si mediante ese procedimiento, lográramos ser felices, por decreto.

Es entonces cuando cobra sentido el aforisma “El Derecho es escolta, no heraldo de la realidad.” Esta frase que es relativamente desconocida fue acuñada por juristas de otras latitudes pero que se aplica con mayor exactitud a nuestro temperamento que no está preparado aún para recibir las innovaciones asumidas por otros países con cultura diferente. De ahí la afirmación de que “todas las instituciones jurídicas evolucionan, se modifican, se transforman, al compás de las variaciones que sufren los presupuestos económico-sociales que deben regir, y con raras excepciones, las normas se adelantan en el tiempo a la realidad que buscan encasillar. Y es que las necesidades humanas nacen antes que el hombre preceptúe (por medio de la Ley), cómo deben funcionar. Por ello si el legislador no brinda la regla en tiempo oportuno, el propio gobernado se encarga de hallar la solución en la violación abierta o clandestina de las instituciones caducas, o bien instaura un nuevo derecho a través de la revolución.” En palabras del jurista español Carlos González Gartland.

Como ejemplo visible por cotidiano, en nuestro país en materia procesal penal, adoptamos no hace mucho tiempo, el sistema acusatorio, para sustituir al inquisitivo utilizado desde nuestro advenimiento a la vida republicana. El resultado está a la vista. Es el que delinque el que resulta privilegiado porque no existe ni la capacidad económica ni la solvencia moral, para acumular previamente las pruebas que exige el sistema escogido para procesar a quien se aparta del respeto de la Ley. Y así clamamos justicia, la que pocas veces o nunca llega, debido a que se nos impone por condicionamientos de los países dadivosos, a que respetemos la integridad de los que, sin misericordia, han sido generosos en la saña descargada sobre sus víctimas. Una vez dijo el Procurador General de los Estados Unidos de América Robert Kennedy: “A los delincuentes es menester combatirlos con las mismas armas y los mismos métodos, porque de lo contrario, ellos acabarán con nuestro país.” Fueron palabras de alguien del que aún continúa siendo el país más poderoso del mundo. Como paliativo copiamos la figura del “testigo protegido” que no es sino otro artificio por el cual se premia al que traiciona la causa que escogió y no vacila en mentir para el logro de sus objetivos, haciendo más difícil el encuentro con la verdad; en resumen el fin que debe brillar como la aurora. El logro es pírrico porque se limita al éxito de unos casos pero se incentiva la práctica de la delación y abundan los sicofantes y el daño para la población honrada resulta en lamentable desprotección y en la búsqueda de hacerlo por propia mano.

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