María José Cabrera Cifuentes
mjcabreracifuentes@gmail.com
El debate sobre la intervención extranjera en el proceder político, social y económico de nuestro país, permanece siempre vigente y se ha convertido en una parte importante de la interpretación de nuestra historia reciente así como del discurso ideológico de muchos de los líderes y formadores de opinión que nos bombardean día a día con sus argumentos.
Sin embargo, muchos parecen no estar conscientes de que más allá de una cuestión ideológica, la oposición a la intervención y el resguardo de la soberanía nacional es un tema complejo que nos interesa a todos, independientemente de nuestras preferencias, en cada uno de los ámbitos relevantes del país.
Como siempre y al igual que la mayoría de asuntos en Guatemala, la intervención es una cuestión aceptada a conveniencia. Muchos de los tradicionales antiimperialistas y acérrimos enemigos del “neocolonialismo” son los que ahora se regocijan, por ejemplo, con los posicionamientos del Embajador de Estados Unidos acerca de la política actual. Muchos de ellos, además, han sido los que han permitido que se impongan agendas foráneas en nuestras comunidades a cambio de cooperación esencialmente financiera.
En los sucesos políticos acontecidos recientemente, la influencia extranjera ha sido innegable. Si bien es cierto que el Ministerio Público sin duda se ha robustecido y actuado eficientemente por primera vez en la historia, sin la presión de la embajada estadounidense y el papel preponderante desempeñado por la CICIG, jamás se hubiera desatado la crisis política existente en la actualidad.
Ojo, no pretendo con estas líneas criticar el desempeño de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala, de la que me confieso nunca haber sido partidaria pero que, al palpar sus resultados el día de hoy sería irresponsable contradecir, al menos en su gestión actual.
Intento más bien, llamar a la reflexión alrededor de nuestra soberanía que no es sinónimo de temas exclusivos de defensa o de resguardo de fronteras, sino que se extiende a la libertad del pueblo a elegir su propio destino, en los términos que mejor nos parece y teniendo al resguardo de la seguridad nacional, entendida en toda su complejidad, como principal objetivo alcanzado a través del predominio de la ley.
Lamentablemente, como Estado estamos aún muy debilitados como para poder prescindir de entes que nos dirijan y que se conviertan en los guías de nuestro actuar como nación en temas generales o específicos (tal el caso de la CICIG). No obstante, sería una locura acomodarnos y pretender que estos sean perpetuos en lugar de empezar a hacer eficiente a nuestro propio aparato institucional.
Igual de incapacitados nos encontramos para poder financiar nuestros propios programas de desarrollo (públicos o privados) y así poder elegir nuestras prioridades y lineamientos de trabajo.
Debido a la creciente interdependencia no se puede pretender que seamos un país aislado del mundo, nuestras enormes necesidades nos hacen vulnerables a buscar afuera lo que no podemos generar adentro y esto, sin dudas, nos conduce a no poder tomar con libertad las decisiones sobre por dónde encaminar las acciones para el desarrollo nacional. Por tanto, nuestra independencia real no podrá ser un hecho hasta que nos fortalezcamos y nos armemos de valor para escoger el futuro de nuestra nación, aunque por el momento y debido a todo lo que ello implica, pareciera ser un sueño inalcanzable.