Eduardo Villatoro

Escribo estos apuntes con la lejanísima idea de que los políticos, especialmente diputados, logren darle cabida en sus pensamientos a la más que hipotética probabilidad de que, además del dinero, bienes y otras riquezas mal habidas, el ser humano dotado de una mínima dosis de decencia puede demostrar que es capaz de recuperar una pequeña dosis de su propia dignidad extraviada en la ruta de su codicia y desvergüenza, y quizá recuerde que, cuando era niño, sus padres le enseñaron que debería cultivar valores y principios para legarlos a sus hijos, en vez de que se abochornen ante sus compañeros y amigos.

Casi estoy convencido que es una pérdida de tiempo y espacio dedicar mi columna a esa casta política hundida en el fango del engaño, la mentira y la desfachatez, para que en un momento de lucidez puedan recapacitar en torno a sus acciones encaminadas a proseguir su itinerario de holgazanería y rapacidad; pero con el riesgo de que más temprano que tarde la justicia del pueblo prevalecerá por medio de los órganos jurisdiccionales, cuando también los magistrados y jueces que se confundieron en sus atajos de ilegalidades procedan contra los llamados legisladores, para ser procesados, condenados y conducidos a prisión, además, aplicarles la ley de extensión de dominio.

Asimismo, sostengo que ya es tiempo de que los grupos de la sociedad civil, tales como asociaciones académicas, centros de estudios y análisis y tantos otros entes similares que solicitan muy amablemente que los parlamentarios procedan a aprobar reformas a normativas tan importantes como la Ley Electoral y de Partidos Políticos, mejor se dediquen silenciosamente a reflexionar en torno a la elaboración de documentos que contengan eventuales iniciativas para configurar el marco jurídico que regirá al país dentro de poco, si se tiene la confianza suficiente de que el actual modelo de esta desdichada democracia representativa se derrumbará, y si se si se deja de soñar con la quimera de que los cambios estructurales no se pueden realizar porque la Constitución no lo permite y que se debe mantener a toda costa la institucionalidad que con tanta firmeza defienden los que han usurpado el poder político, y muchos de los mismos representantes de organizaciones sociales que ansían esas modificaciones, pero sin tocar los pétalos ni las espinas de las marchitos rosales que hace tiempo se sembraron bajo el amparo de la ahora desfallecida democracia.

Un ejemplo de este delirio lo ejemplifica la empresarial Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), cuyos personeros, saturados de ingenuidad, complacencia o de complicidad invitaron a los candidatos presidenciales a que firmaran la llamada Declaración de Chapultepec, que no es de carácter coercitivo sino un documento sin categoría jurídica, para que el aspirante presidencial que sea elegido se comprometa a respetar “el ejercicio periodístico”. Si varios de ellos ni siquiera acatan reglas de comportamiento obligatorio mucho menos un objetivo voluntario.

¡Cuerudos unos y otros!

(Un patriota diputado le comenta a su amigo Romualdo Tishudo: -Ante las críticas mediáticas señalándome de corrupto, una vez intenté suicidarme por vergüenza ante mi familia; pero desistí porque por poco me mato).

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