La sentencia de los abuelos era lapidaria, en el sentido de que la consecuencia era amanecer embarrados porque los niños no tienen capacidad de controlar sus intestinos. Hoy hay que recurrir a la frase porque la sociedad civil que confió en el Congreso para encomendarle que se hiciera cargo de las reformas políticas, empezando por la Ley Electoral, ha caído en cuenta que los diputados también terminaron por embarrarlo todo, igual que los niños, porque no pueden hace otra cosa, ya que para ellos lo primero es mantener sus posiciones de privilegio que les permiten seguir sacando raja al sistema.

Le tomó su tiempo a buena cantidad de gente darse cuenta de lo que nosotros dijimos desde el primer día de la crisis, es decir, que nada que se encomiende al Congreso será positivo. Hubo gente que pensó que la presión popular sería suficiente para que los diputados marcharan al ritmo de las necesidades del país y de las exigencias de reforma, pero pasaron por alto de qué pasta están hechos, cuáles fueron sus orígenes y qué compromisos tienen ellos que mantener a toda costa para sobrevivir en la única actividad que les puede permitir amasar fortunas sin preparación, sin esfuerzo ni trabajo porque junte usted a todos los diputados y suéltelos al mercado de trabajo y verá que ni empleo consiguen.

El reclamo que hace la sociedad para que mejor no toquen nada de la ley porque el mamarracho que están cocinando puede ser peor que lo que tenemos tiene abundante lógica y eso que no se ha llegado a la discusión por artículos de la ley, cuando aprovecharán para meterle más diente al asunto a fin de tener la oportunidad que le dio la cándida población que pensó que de una reforma legislativa podría salir la panacea.

Es imperdonable la candidez de quienes pasaron la estafeta al Congreso para que hiciera la reforma de la Ley Electoral, empezando por el Tribunal Supremo Electoral y por la Plataforma misma porque había que ser ciego y bruto para no entender qué tipo de diputados tenemos y qué se puede esperar de ellos cuando se ponen a legislar. No nos hemos dado cuenta, acaso, que el pueblo les vale un pepino y que sólo legislan cuando les mandan la consigna, envuelta en billetes, de que tienen que seguir regalando las frecuencias del Estado.

No nos gusta decirle al guatemalteco “se los dijimos”, pero no queda de otra. El Congreso nunca será la solución porque justamente es la raíz del problema.

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