Luis Fernández Molina

La unidad religiosa del mundo occidental estuvo garantizada por mucho tiempo; la autoridad de la Iglesia Católica –de Roma– era incuestionable en los primeros diez siglos. Superó las turbulencias de sus incipientes pasos –crisis de crecimiento– originadas por las disputas doctrinales con los arrianos y nestorianos que cuestionaban la naturaleza divina de Jesús; logró después consolidarse con una estructura doctrinal definida y una rígida jerárquica. En el siglo X se dio el cisma o separación de la iglesia de Oriente (cada iglesia afirmaba ser la “ortodoxa”, pero fueron los de oriente los que se quedaron con ese nombre). Sin embargo, tales diferencias fueron gestadas al más alto nivel, esto es, fueron discrepancias entre los grandes teólogos y atendía a la división cultural que ya había demarcado el Imperio Romano: Constantinopla y Roma. Tras esa gran separación Roma se fortaleció y la magistratura de la Iglesia en el occidente se mantuvo de hecho hasta el siglo XV; hasta entonces fueron pocas las disidencias o revueltas que surgieron. En el siglo XII se propaga la creencia de los albigenses o cátaros, al sur de Francia, cuyo movimiento fue duramente reprimido por ser considerada una herejía. Hubo otras divergencias menores. En otras palabras la doctrina cristiana romana era uniforme e incuestionable por los primeros quince siglos: Roma locuta causa finita.

Pero la población crecía y se afianzaban diferentes culturas. Tantos siglos era mucho tiempo para mantener criterios unificados en temas tan profundos. Por eso vino una gran dispersión de la grey cristiana. Cobró fuerzas en el siglo XV y tuvo dos grandes impulsos casi simultáneos: la traducción de la Biblia a lenguas vernáculas y, sobre todo, la invención de la imprenta. De esa forma la lectura sagrada ya no estaba controlada y monopolizada por la jerarquía eclesiástica –católica– sino que el pueblo raso podía leer los capítulos y versículos.
Pero con la difusión de la Biblia se dieron muchas traducciones, entre sí diferentes; los primeros textos bíblicos, los del Antiguo Testamento, se escribieron –obviamente–, en la misma lengua que hablaban los profetas y los copistas: hebreo y arameo. Debido a guerras y cautiverios la población judía se dispersó por el Mediterráneo –diáspora– y formaron muchas comunidades hebreas en el extranjero: griegas, egipcias, romanas, etc. y hablaban esas lenguas y especialmente el griego que era lengua franca. Por eso, en Alejandría, se comisionó a 70 eruditos judíos para que recopilaran y tradujeran de los textos originales al idioma griego; como eran 70 sabios al texto se le conoció como “de los 70” o Septuaginta la que tuvo mucha difusión aún entre los primeros cristianos.

Hasta entonces no existía una autoridad que determinara qué textos iban a ser incluidos en la recopilación final (de hecho la palabra Biblia significa “libros”). Circulaban muchos textos religiosos escritos en pergaminos y papiros, pero alguien debía pronunciarse respecto a su consagración. Cuando se consolidó la iglesia romana el Papa Dámaso I, en el Sínodo de 382, estableció cuáles libros eran del canon. Asimismo se encomendó a San Jerónimo que hiciera la traducción, de los textos hebreo y griego, al latín –lengua de la Iglesia– en lo que se llamó Editio Vulgata (edición divulgada) incluyendo –¡claro está!– los libros del Nuevo Testamento.

Con la división protestante Lutero ordenó otra traducción: la Biblia de Lutero. Aparecieron muchas ediciones como la Biblia Complutense, la Biblia de Ginebra, Reina-Valera (que no es ninguna reina sino los apellidos de dos españoles); la iglesia de Inglaterra por medio del rey Jaime ordenó la traducción de la Biblia de King James o de 1611 entre otras; cada corriente quería garantizar una biblia acorde a su doctrina.

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