Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

El año pasado nacieron Fabián Marroquín Saravia y José Javier Matta Marroquín, nietos ambos que vinieron a enriquecer las bendiciones de nuestra familia pero con los dos, al verlos indefensos en la sala cuna del hospital, me asaltó la sensación de pena y preocupación por el país que venían a encontrar y el fracaso de sus mayores para tratar de construir una sociedad distinta en la que no tuviera ese espacio asegurado y garantizado la corrupción que se ha visto premiada por la impunidad.

La semana pasada nació Nicolás Marroquín Hurtado y esta vez, cuando lo vi por vez primera, pensé en cuánto ha cambiado Guatemala en el último año porque ahora todo apunta a que es posible, difícil pero posible, que tanto él como sus primos puedan vivir en un ambiente distinto, donde prevalezca la ley aplicada para todos gracias a esfuerzos como el que ha venido realizando la CICIG con el Ministerio Público, y en donde el corrupto deje de ser el traidito de la película admirado por la forma impresionante en que se enriquece utilizando los recursos públicos que son robados a mansalva en prácticamente todos los campos de la administración pública y con la participación de particulares que se han convertido en expertos para sacarle raja a un sistema podrido.

Esos tres acontecimientos, ocurridos en los últimos dieciocho meses, me obligaron a reflexionar sobre el impacto que ha tenido en la sociedad el trabajo profesional de una Comisión Internacional a la que personalmente he apoyado desde antes de que fuera oficialmente establecida en el país. Y es que tengo mucho tiempo de pensar sobre el efecto terrible que tiene el régimen de impunidad para alentar la comisión de todo tipo de crímenes, pero muy especialmente el de la corrupción que en un país con las carencias y necesidades del nuestro es, literalmente, un crimen de lesa humanidad.

Sinceramente no veía luz al final del túnel en enero del año pasado, cuando nació Fabián, ni en Julio cuando nació el Javi. Por mucho tiempo tuve la sensación de que la lucha cotidiana desde esta columna para denunciar a un sistema corrupto estaba siendo estéril porque se enfrentaba a una poderosa corriente no sólo de políticos sino de empresarios, tanto emergentes como de los que se sienten de pomada, que sin asco alguno le entraban a cualquier tipo de negocio que les hiciera ricos. Desde los que le venden comida miserable a presidios a precios de comida decente, hasta los que encarecen las medicinas para embolsarse millones. Empresarios que se han convertido en magnates y se sienten respetables por el grueso de la billetera, pero que están sentados en fortunas que de verdad lloran sangre.

Hoy veo, en cambio, la oportunidad de construir un orden social distinto, un país diferente en el que el pícaro sea visto como tal, tanto si es funcionario o proveedor del Estado y donde los recursos públicos se orienten a la generación de oportunidades para que nuestra gente deje de ver en la migración su única esperanza. Claro que no será fácil ni mágico el cambio; tomará tiempo y demandará sacrificios, pero al menos hoy, a diferencia de hace poco tiempo, todos sabemos que aquí el sistema está podrido y que no se pude componer sino que hay que cambiarlo.

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