El ideal es que todos los habitantes del mundo actuemos de conformidad con la ley y apeguemos todos nuestros actos a las normativas legales dictadas para garantizar la convivencia humana. Por ello cualquier llamado a violentar la ley es intrínsecamente punible porque significaría atentar contra ese ideal de premio para quien actúa correctamente y castigo para quien comete algún agravio a sus semejantes, sea de orden físico, moral o económico.

Pero llama la atención que la nuestra es una sociedad que se caracteriza porque a todos nos importa un pito la ley. Desde la luz roja en un semáforo hasta el soborno al policía que nos detiene, no digamos el pisto para el vista de Aduanas o la mordida al que compra las medicinas o cualquier otro bien que el Estado adquiere. Los políticos se burlan de la ley todos los días de su vida y se apañan en la inmunidad que se convierte en garantía de impunidad y lo mismo hacen muchos empresarios que son sus socios en los negocios públicos.

Abogados que compran jueces, periodistas que venden su pluma, médicos que se inventan exámenes para que los laboratorios les pasen su jugosa comisión, ingenieros que diseñan para quedarse con más plata, maestros que no cumplen con dar clases ni atender al alumno, empleados que roban a sus empleadores y empleadores que le roban a los trabajadores. Podríamos seguir ad eternum señalando ejemplos de cómo perdimos los valores en la sociedad y, peor aún, como enseñamos a nuestros hijos que sólo les irá bien si son vivos y no se dejan agarrar de pendejos.

Pero resulta que este país donde todo mundo se salta las trancas de la ley, donde si se prohíbe que anden dos en moto se multiplican los actos de sicariato cometidos por dos personas en una moto que zigzaguea como le da la gana, o donde los fideicomisos son manoseados por funcionarios que los usan para robar, de pronto nos surge un extraordinario prurito legalista para proteger el sistema y mantener la corrupción.

Se invoca la ley, se invoca el orden constitucional como paradigma a defender a toda cosa. Esa misma ley manoseada para elegir magistrados y contralores es la que nos piden que defendamos. Esa constitucionalidad que ha permitido que las cárceles sean controladas por los reclusos y que se saqueen las aduanas y el IGSS es la que hay que apuntalar a toda costa.

Más que la ley tenemos que velar por los principios, y si la ley es un obstáculo para la reforma que el país necesita, tengamos el valor de decir: «¡Al diablo con esas leyes perversas!»

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