Eduardo Villatoro

Todo mueve a pensar que no ocurrirá ninguna sacudida entre la sociedad guatemalteca, después de tanta alharaca y de inusitado entusiasmo de activistas sociales y exagerado optimismo de algunos editorialistas y analistas en torno a que finalmente los guatemaltecos en general, pero especialmente los aguados capitalinos de estratos de la clase media, se iban a movilizar para acabar con toda la carroña política, para gestar un movimiento pacífico, pero determinante, encaminado a echar de sus cómodas posiciones a los principales actores de la tragicomedia que embauca al país y que aparentemente nos conduce a la ingobernabilidad.

Es más, el reacomodo en la junta directiva del Honorable vino a consolidar con cemento, piedra y lodo a las corrientes del sector de la derecha más impulsiva y calenturienta, que permitirá que no se mueva una hoja del arbusto de las telecomunicaciones y que las posaderas televisivas del moderno padre de la democracia se afirmen en su poltrona de Miami, mientras sus peones, aduladores y acólitos continuarán acumulando experiencias, mañas y un buen colchón al amparo de la graciosa, gratuita y lambiscona publicidad.

Los ciudadanos de San Marcos, por ejemplo, persistirán en “elegir” de diputados a anodinos personajillos a los que, en su mayoría, nunca han tenido el privilegio de conocerlos personalmente, y a los cuales no les interesa resolver desde sus posiciones parlamentarias problemas referidos a la educación, la salud, la infraestructura y otras minucias que agobian a los habitantes de aquel departamento.

Muy lejanos están los tiempos en los que, entre la maraña de gobiernos conservadores y autoritarios, lograron sobresalir en el hemiciclo unicameral, políticos que demostraron su preocupación por el progreso de los marquenses y su capacidad de proponer proyectos de ley profesional y técnicamente elaborados, sin el afán de obtener ganancias deshonestas.

Recuerdo especialmente al abogado Armando Bravo (EPD), al economista y auditor Ángel Arreaga, al pedagogo Carlos de León Barrios (el Gordo) y al odontólogo Rafael Eduardo Barrios Flores, quienes, con excepción del primero, carecían de formación académica en el ramo del Derecho; pero conocían las necesidades de la población, se proponían contribuir a solucionarlas, y, además, se asesoraban de profesionales honorables y capaces, al margen de que se limitan a devengar sus legítimos sueldos de congresistas.

Se me hace cuesta arriba recordarme de otros diputados de San Marcos que hayan representado con tanta decencia y eficacia a sus representados, y entre los actuales no tengo la dicha de haber escuchado de algún presunto legislador de aquel departamento que se haya distinguido por su producción legislativa, su fervorosa defensa de los derechos de sus coterráneos o de los recursos naturales renovables y no renovables.

El futuro inmediato no muestra signos que despierten optimismo, como en el resto de la República, porque las candidaturas a diputaciones (sobra repetirlo) no se disputan sobre la base de dignos antecedentes, sólida o modesta calidad educativa, menos contar con algún gramo de moral, decencia, dignidad, sino que las postulaciones se reparten de acuerdo con el monto del botín de sus financistas o de los fecundos ahorros del propio sacrificado padre de la patria que busca su reelección o de quien incursiona temerariamente por primera vez en este nebuloso ámbito de los negocios.

(El dirigente Romualdo Tishudo le dice a un diputado de San Marcos: -Te voy a enseñar un nuevo concepto de sociología política. –No jodás –protesta–, porque se me pueden olvidar las palabras básicas de la fácil demagogia).

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