Posiblemente, seamos el único país en que puedan suceder algunos hechos sin que haya la más mínima capacidad de escandalizarse y exigir con energía el castigo para enderezar el rumbo de situaciones que, sinceramente, deberían generar no solo esa condena general sino que una vergüenza notoria.

Estamos ante la mejor demostración de que la moral y un mínimo de ética no forman parte del quehacer político guatemalteco. Hemos sido testigos de un audio en el que se hace tráfico de influencias de manera descarada y en el que se ha aceptado que las voces son de las personas a quienes se acusa, pero no hay un poder que les haga sentir vergüenza o pena por defraudar así a la gente.

Porque no se ha presentado la renuncia ante la Junta Directiva y ante el Tribunal Supremo Electoral de la diputada Emilenne Mazariegos, quien ha sido cuestionada durante años por sus muy únicos métodos de traficar sus influencias, pero que en este caso tendría que apartarse de su puesto como diputada, al menos por decoro para una institución que nos sorprende cada vez que se cree que ya no hay como desprestigiarla.

Sin embargo, se da el lujo de decir que es un montaje. Al igual que el diputado Gudy Rivera, en cualquier otra sociedad del mundo se hubiera sentido la necesidad de apartarse de su puesto mientras se lleva a cabo la investigación porque deberían haber entendido que no existiría ninguna posibilidad de ser aceptados otra vez más como representantes parlamentarios.
Pero lo que no se puede explicar es que la gente lo note, lo vea y lo deje pasar. Para la mayoría de los ciudadanos este hecho al igual que el resto de escándalos en la cosa pública, no altera en lo más mínimo sus muy relativos parámetros de moral y ética con los que se avalan a los dirigentes que tenemos.

Y es por eso que podemos tener candidatos que han sido parte del saqueo, que se divorcian por amor al pueblo, que influyen en contratos viciados por sobrevaloración o incumplimiento, etc., pero no se puede explicar que aún tengan puertas abiertas ante un electorado que sigue dándoles el chance de ser electos para irle a pagar a los financistas a quienes les deben el alma.

No hay cómo explicar que somos una sociedad sin reacción. Mientras el gobierno sigue investigando si es necesario o no despedir a un funcionario que es parte activa de un acto de corrupción, sería conveniente que a la ciudadanía se indignara. Pero, repetimos, tanto o más sorprendente y escandalosa que el hecho burdo es la pasividad ciudadana.

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