Eduardo Villatoro

No es lo mismo estar en el escenario de los hechos para emitir juicios serenos y los más apegados a la verdad que se cuela entre la subjetividad del columnista, que expresar ideas sobre el mismo asunto basado en correos electrónicos o esporádicas llamadas telefónicas, e, inclusive, leyendo informaciones y comentarios por medio de cualquier instrumento cibernético, especialmente la Internet.

Sin embargo, aunque se esté alejado físicamente del país, de todas formas las informaciones, los análisis y hasta noticias sesgadas pueden provocar que se arribe a conclusiones empíricas o válidas, que en las actuales circunstancias conducen casi irreversiblemente a considerar que durante las recientes épocas Guatemala no se había sumergido en una oleada de crisis tan avasalladora que, en un descuido, podría desembocar en la completa ingobernabilidad del país, a causa de diversidad de factores que en un espacio como éste es imposible enumerar si se pretende identificar las causas que están acarreando al hartazgo a ciudadanos que generalmente suelen permanecer al margen de conflictos, especialmente por el descrédito de la clase política considerada desde la perspectiva colectiva de sus componentes y de sus críticos improvisados, sin mencionar a los versados en la materia; pero específicamente de los integrantes del Congreso de la República, que se deriva de sus conductas reñidas con elementales principios y valores que deberían cultivar todos aquellos que, en el ámbito de la hipótesis, representan el pensamiento, sentimiento y proceder de quienes los eligieron.
Pareciera ser que la mayoría de los votantes no se distinguen, precisamente, por la escrupulosidad en sus procedimientos cotidianos ni la escogencia de los que presuntamente los representan en uno de los Organismos del Estado, dejando la impresión que el Parlamento unicameral es el fiel reflejo de una sociedad corroída por la mentira, el engaño, la falsedad, la desmedida ambición personal, la codicia voraz, la deslealtad, la traición y otros vicios que dejaron de serlo en el imaginario del supuesto elector, en arrinconados y pestilentes símbolos de la habilidad, la astucia y la capacidad de alcanzar poder, riqueza y notoriedad, sin ocultar ni disfrazar al producto de la corrupción y el cinismo.
El futuro inmediato de la comunidad nacional, salvo un vigoroso, recio y determinante cambio de velocidad, no se desdibuja con el funesto paisaje de la actualidad, de tal suerte que los guatemaltecos estamos condenados a proseguir con la misma ruta de la desvergüenza; porque somos los mismos que hace lustros tomamos la decisión de seguir los pasos de quienes convirtieron la política en una permanente juerga de desconcierto, de bellaquería y de impúdicas acciones que se han ido profundizando, hasta llegar al exaltamiento de la estulticia, el estercolero y la rapacidad.
Como que se extravió el derecho de apelar a la recta, pronta y cumplida aplicación de la justicia; de reclamar la diáfana, correcta y sustanciosa administración de los bienes públicos, menos la autoridad moral de demandar procedimientos, debates y promulgación legislativas, porque hemos sido los silenciosos aunque incómodos cómplices de elevar a la categoría de dudosos dignatarios a bandas de facinerosos.
(El irredento Romualdo Tishudo se atreve a agregar: -Parece que no aprendemos el sencillo abecedario de la decencia, la dignidad y el decoro).

Artículo anteriorLiderazgo dinámico
Artículo siguienteEl derecho a la vida es fundamental