Eduardo Villatoro

Al contrario mío, millones de personas alrededor del mundo no se desprenden de sus teléfonos inteligentes en ningún momento, llegando al colmo que miembros de una familia que se ubican en un momento dado en su casa, pero en distintas habitaciones o ambientes, se comunican entre sí intercambiándose mensajes de texto y contribuyendo en gran medida al distanciamiento entre integrantes del hogar, además de participar en el deterioro del lenguaje escrito.

Por supuesto que la utilización de la tecnología por este sistema no es perjudicial per se. Al contrario, es vital herramienta para el periodismo, el comercio, la industria, los servicios, gobiernos y personas particulares que pueden comunicarse desde los países más lejanos unos de otros. Son obvias las ventajas.

Sin embargo, el abuso puede crear tanta dependencia que podría llegar el momento en que el intercambio verbal se limite a breves frases pésimamente escritas o abreviadas, descuidando el aspecto afectivo, intensamente humano, entre personas que recíprocamente se aman, respetan o admiran.

Acerca de este asunto reflexionaba en el aeropuerto de Chicago, en espera de vuelo y disfrutando de pocas semanas de desconexión, algunos días juntamente con mi mujer, mi hija Marita y mi nieta la Ximena, para asistir a la boda de mi nieto Carlos Eduardo con Rachel, una chica de Wisconsin, ya sin extrañarme al observar que grupos familiares no conversaban entre sí, al igual que en casi todos los lugares públicos de Estados Unidos y el resto del mundo, sino que estaban sumamente entretenidos con aplicaciones de móviles, tabletas y laptops.
Casualmente se encontraba abandonada una revista, cuyo nombre olvidé, que contenía un artículo en torno a que ejecutivos híper conectados de Google, Apple y otras empresas de punta de la computación, han optado la Waldorf Scholl, un colegio privado de California, para que sus hijos se eduquen alejados de todo tipo de pantalla y que constituye una nueva tendencia: la desconexión.

Así como, por un lado, muchas personas sufren de nomofobia, otros ya empiezan a dar la vuelta y a recuperar “el placer de la desconexión –señala el artículo–, mencionando a Fred Stutzman, investigador de la Carnegie Mellon University, quien desarrolló un programa llamado Freedmon, que bloquea el acceso a Internet durante 8 horas seguidas, obligando a reiniciar la computadora para reactivar el servicio y diseñó un software que permite el acceso a Internet, pero sin diversiones.

(El nomofóbico Romualdo Tishudo, sentado cerca de mí me avisa, por medio de un mensaje de texto: -Ya se te terminó el espacio; otro día te das gusto explicando este tema).

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