Eduardo Blandón
Luis es un niño lleno de fantasía, arma rompecabezas, dibuja y hasta se esfuerza por escribir historias. Es un artista. Participa, incluso, en lo que su colegio llama “La orquesta”. Pero no es todo virtudes, también rehúye el estudio, esquiva las matemáticas, es impaciente y el deporte no se le da. Parece un niño normal.
Por la noche, recibo una llamada de mi hermano. Me dice que a mi padre se le ha complicado el cáncer. Lo que inició con una enfermedad aparentemente controlada, cáncer de próstata, se le ha transferido a los huesos. Intentando relajarse, me repite varias veces que el doctor es optimista, que “bastan las radiaciones para que la enfermedad desaparezca”. Está preocupado.
Intento hablar con mi padre al día siguiente y el hombre está derrumbado. A sus 77 años no se esperaba (o quizá sí, pero nunca es oportuna la información) semejante apocalipsis. Lo escucho llorar y me parte el alma. Nunca había visto a mi papá quebrado por las circunstancias. Siento miedo por él.
Como puede ver, la vida es un poco truculenta y antojadiza. Arbitraria. Por una parte percibimos la vida a nuestro alrededor. Vemos crecer a nuestros hijos y todo se pone color de rosa. Al mismo tiempo, somos testigos de la decadencia que se presenta a cada momento. Vida y muerte caminando armónicamente, con paso firme, seguro, advirtiéndonos la fragilidad.
Es el misterio de la vida que quizá cobra sentido con la fe. Corresponde a las situaciones límites en las que nos sentimos solos. La noche oscura de San Juan de la Cruz. La ausencia, el silencio de Dios. Veremos cómo se reivindica el Señor que se llama a sí mismo Dios de la vida y fuente de toda bondad.