Eduardo Villatoro

En lo que a mí respecta, escéptico que soy, no me inclino hacia una organización política ni acudo a depositar mi íngrimo y solitario voto, de manera que el sábado 07 de junio pasado llegué al grado de publicar un texto en el que sugería, con un evidente sesgo de humor negro o de cualquier color, que para evitar gastos innecesarios del Estado, canalizados especialmente por el Tribunal Supremo (¿?) Electoral, y moderar esfuerzos de cientos de miles de ciudadanos que se embarcan en aventuras electorales, que mejor los comicios sean celebrados cada ocho años, si llegara a reformarse radicalmente la Constitución Política (disculpen el disparate), tomando en consideración que desde tres lustros los presidenciables que ocuparon el segundo lugar en las elecciones precedentes alcanzaron la victoria en los comicios siguientes.
Por supuesto que es una simple humorada, porque no es legal ni propio de un país en el que sus mandatarios ostentosamente proclaman que se cultiva la democracia, el derecho al disenso y otros ingredientes propios de un Estado republicano; pero me basé en realidades objetivas, y si usted, que pierde su tiempo leyendo estos apuntes no me cree, retroceda pocos años atrás y recordará que los presidentes Álvaro Arzú, Alfonso Portillo, Óscar Berger, Álvaro Colom y el actual gobernante llegaron a asumir la pomposamente llamada Primera Magistratura de la Nación, después que previamente perdieron en la segunda vuelta de las elecciones precedentes.
Estimulados por esa línea de conducta colectiva de los guatemaltecos, actualmente algunos políticos propietarios o arrendatarios de colectivos que aspiran a suceder a don Otto Pérez, se agitan y promueven, a sabiendas que no están en posibilidades de alcanzar el triunfo, pero hacen la cacha para llegar a una eventual segunda ronda, con la certeza de que dentro de cuatro años habrán capitalizado más simpatías de los financistas y quien quita también del electorado, como para arribar a la Casa Presidencial, y de ahí que han sido víctimas voluntarias y espontáneas de lo que podría llamarse indulgentemente el ansioso síndrome del segundo lugar.
(El psiquiatra Romualdo Tishudo le dice a su paciente, esposa de un precandidato presidencial: -Mañana trabajaremos con el inconsciente. La señora replica: -¡Ay, doctor, es imposible que mi marido venga a su clínica!)

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