Raúl Molina

En 1951, los militares tenían palabra. Árbenz planteó al pueblo cuatro proyectos: la carretera al Atlántico para quitar el monopolio de los ferrocarriles (IRCA); una hidroeléctrica para romper el estrangulamiento de la empresa eléctrica (extranjera); el puerto en Santo Tomás, para quitarse el yugo de la Compañía Frutera en Puerto Barrios; y dar tierra ociosa a los campesinos como única modalidad para cambiar las estructuras semifeudales en el agro y pasar a un capitalismo moderno. De 1951 a junio de 1954 cumplió su palabra y no dejó de trabajar en esta dirección, pese a la tormenta organizada en su contra por Washington. Los “hermanitos” Dulles, uno a cargo de la tenebrosa CIA y otro al frente del Departamento de Estado, ligados ambos a la UFCO, movían sus tentáculos para desestabilizar y, finalmente, derrocar no solamente a Árbenz sino que a la Revolución de 1944. No eran los pocos “comunistas” en el gobierno ni el resto de los 58 condenados a muerte por la CIA (documento desclasificado) los que estaban en la mira, sino que la dignidad, independencia y soberanía del país.

Sin duda la acción más definitoria e histórica del segundo gobierno de la Revolución fue el Decreto 900, Ley de Reforma Agraria. Por primera vez se reconocía que la tierra debía entregarse a quienes la trabajaban: los campesinos (indígenas y ladinos pobres). En el resto del mundo, reforma agraria ha significado el punto de partida para el desarrollo capitalista; en Guatemala, debido al profundo racismo de los sectores dominantes, fue motivo de la reacción brutal de 1954 en adelante e incluso se excluyó ese término de los Acuerdos de Paz de 1996. No solamente no se da tierra a los campesinos –no existe el Banco de Tierras exigido por los Acuerdos– sino que se sigue arrebatando la poca tierra y los pocos recursos que aún tienen los pueblos indígenas. Estamos en la era de la “reconquista” a los ojos de los poderosos, con muertos pobres en los cuatro puntos cardinales. Pérez puede todavía imitar a Árbenz. Para evitar el derramamiento de sangre, Árbenz renunció (no se percató de que Estados Unidos nunca cumple su palabra). Para empezar a parar el derramamiento de sangre hoy, Pérez debería renunciar al igual que los otros militares que le acompañan en su desgobierno.

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