Eduardo Villatoro

Cuatro años atrás, en mi calidad de pensionado del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social, institución a la que nunca le he reservado mis simpatías, acudí a las instalaciones del CAMIP de Pamplona. Ya había detectado que mis facultades para ver de lejos habían menguado. Pero no me atrevía a la intervención quirúrgica que me recomendó uno de los médicos, por falta de confianza en el funcionamiento de ese Centro y del Hospital General del IGSS de la zona 9, en vista de la sobrepoblación de pacientes y escasez de personal médico y paramédico.

Por razones de residencia trasladaron mi expediente al CAMIP/Zunil, zona 7 de Mixco. Un cambio determinante en todas sus facetas, especialmente en atenciones personalizadas, horarios, medicamentos, tratamientos y el propio inmueble ventilado e higiénico. Hace pocos meses replanteé la dificultad de mi miopía, compañera inseparable desde mi lejana juventud. El diligente director médico del Centro, doctor Gabriel Murga, se interesó en el asunto y la doctora María Ester Gramajo, a cargo de mi caso, agilizó los trámites y me propusieron que fuera examinado en una clínica privada por el sistema de “Servicios Contratados”.

Después de tres procedimientos previos para descartar que padeciera de glaucoma o que hubiese sufrido de desprendimiento de retina, en el Instituto Tecnológico de la Visión (INTEVISA) el oftalmólogo Ricardo Miranda y otros especialistas me preguntaron si me atrevía a que me intervinieran quirúrgicamente de cataratas en ambos ojos simultáneamente o si lo hacían en dos etapas. Después de buscar consejo con parientes opté por la primera opción.

La mañana que salí del quirófano me esperaba mi mujer, mi hijo el Pável y dos de mis nietos, la Xime y el Sebas. No veía absolutamente nada. Estaba totalmente ciego. Coloqué mis manos sobre los hombros de Magnolia y nos encaminamos al vehículo y luego a un restaurante de comida rápida, porque pensé atinadamente que me sería cómodo comer pizza, que no requiere de cubiertos. Experimenté durante las siguientes 24 horas las limitaciones en que se desenvuelven los invidentes. Ahora siento profundamente una mezcla de admiración, compasión y respeto por esas personas. Y también tuve tiempo suficiente para mi intimidad con el Creador.

Después experimenté la cautivadora sensación de ver, mirar, observar de lejos sin recurrir a los anteojos para miopes. Detecté nuevos colores y texturas ópticas. No deja de maravillarme el precioso azul celeste del cielo en los días claros, las estrellas brillando en el firmamento, las tonalidades verdes de las montañas, los giros vertiginosos de un minúsculo colibrí sobre las flores del jardín empapadas de rocío. ¡Bendito Dios!

(El ojizarco Romualdo Tishudo me increpa: -También dale gracias al IGSS y a los médicos de Intevisa; además de valorar la tecnología).

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