Durante las últimas elecciones, la ciudadanía organizada, encabezada por las Autoridades Ancestrales Indígenas, se lanzó a las calles para defender la democracia en los ámbitos político, social y judicial, enfrentando con éxito al denominado pacto de corruptos. Esa gesta ciudadana, y las denuncias del nuevo gobierno han puesto de manifiesto la extensión de la corrupción, que permitió tejer una vasta red de impunidad.
Sin embargo, aún no se ha desvelado la dimensión y la fuerza del otro componente que sostiene económicamente a los enemigos de la democracia: el narco-poder. Los miles de millones de quetzales utilizados para controlar al aparato político-electoral evidenció el poderío de una fuerza que, paralela al Estado, ha penetrado sus instituciones, controla funciones gubernamentales clave y goza de una impunidad casi absoluta.
El fenómeno no es nuevo, pero sus manifestaciones sí lo son. Durante el conflicto armado interno el Ejército de Guatemala, con el apoyo del poder económico, elevó la contrainsurgencia a política de Estado, subordinando los órdenes económico, político y social a su propósito militar: derrotar a la insurgencia cívica y guerrillera. Para el efecto, no solo ideó una doctrina y organizó una estructura militar idóneas, sino creó un aparato de inteligencia y una compleja red de unidades represivas que actuaban al margen de la ley, las cuales ahora se han reconvertido con fines de lucro.
Para enfrentar ese fenómeno, los Acuerdos de Paz delinearon una ruta para la transición hacia la democracia, la cual supone la construcción de un Estado intercultural y democrático de Derecho. Pocos son los avances en esta materia, ya que el resultado negativo de la última Consulta Popular dejó sin tutela constitucional al esfuerzo transformador; el fracaso del Pacto Fiscal lo privó de la base material necesaria; y una generalizada falta de voluntad política en los partidos y en la sociedad impidió construir el sujeto social para impulsarlo.
Independientemente de los magros avances anteriormente descritos y de la inserción de Guatemala en el proceso de globalización, las cabezas del poder paralelo han mantenido y acrecentado su poder militar, económico y político para garantizarse lucro e impunidad.
Para tener una idea del poder del narco y su añeja trayectoria, cabe recordar que, según fuentes de la Narcotic Affair Section de la embajada estadounidense, en 2002 se traficaron unas 150 toneladas de diferentes drogas en Guatemala. Este tráfico fue dirigido a abastecer al mercado de Estados Unidos, el que consume el 50% de todas las drogas que se producen en el mundo. Su valor, a precios terminales, ascendió a unos 52 mil millones de quetzales, equivalente a casi el doble del presupuesto anual del Estado guatemalteco, de aquel año. A este emporio se sumaron los secuestros, el contrabando, el robo de carros y el comercio de seres humanos: adopción de niños, trata de blancas y tráfico de migrantes, constituyendo una red criminal multinacional.
Los miembros de ese narco-poder no son solamente ex-militares y sicarios, también lo integran banqueros que lavan dólares –por lo cual el Grupo de Acción Financiera Internacional ha sido renuente a certificar a la banca guatemalteca- empresarios cuyo capital proviene de la delincuencia, jueces venales, políticos corruptos y funcionarios gubernamentales al servicio del crimen organizado.
En el ámbito social, el cultivo de marihuana y amapola por campesinos pobres en las zonas fronterizas, así como el consumo de drogas ha convertido a importantes segmentos de la población en cómplices del fenómeno.
Con el auge de la corrupción y el narco-poder se han incrementado la violencia y la inseguridad en Latinoamérica, convirtiéndose en la región con más homicidios en el mundo. Según el IV Estudio Mundial sobre Homicidios de la Oficina de las Naciones Unidas para la Droga y el Delito (ONUDD), el crimen organizado es el responsable de alrededor de la mitad de los homicidios en Latinoamérica y el Caribe. El informe concluye que la región tiene la mayor proporción de homicidios relacionados con el crimen organizado en el mundo: 8 de cada 10 países con las tasas de homicidios más altas del orbe se encuentran en Latinoamérica y el Caribe.
Las tasas promedio de los homicidios, según estadísticas de 2021, fueron de 9,3 por cada 100 mil habitantes para Suramérica, de 16,9 para Centroamérica, y de 12,7 para El Caribe. La combinación de organizaciones narcotraficantes, pandillas callejeras y milicias desplegadas en todo el continente crean un ambiente propicio para el escalamiento de la violencia, según advierte Naciones Unidas.
Por otro lado, el informe del Global Peace Index de 2023 —que muestra las ciudades más peligrosas del mundo— advierte sobre el aumento de la violencia en las zonas urbanas, impulsado por el narcotráfico, que controles rutas y genera enfrentamientos entre carteles.
Transparencia Internacional, en su último informe (2023), da cuenta que existe una clara correlación entre los sistemas democráticos que funcionan bien y aquellos que favorecen la transparencia y la rendición de cuentas. Por su parte, las élites corruptas y el crimen organizado se han tomado el sistema político en cinco países que se encuentran entre los 30 peores del mundo, que incluye a Guatemala.
Todo este fenómeno ha dado lugar a lo que algunos autores denomina los Estados fallidos; es decir, países que cuentan con una institucionalidad de cartón, en los cuales las políticas públicas, las elecciones y la administración de justicia son meras simulaciones controladas por un poder superior al del Estado.
Es evidente que el crimen organizado sigue creciendo en los países donde el Estado es relativamente débil, los niveles de corrupción altos y predominan economías informales con altas tasas de desigualdad y pobreza. El complemento a esta degradación son sistemas judiciales sin independencia e instituciones públicas con altos índices de corrupción, que contribuyen a una mayor percepción de inseguridad e impunidad.
Sería una ingenuidad esperar que partidos políticos, empresarios venales, ministros o funcionarios judiciales se articulen para erradicar el narco-poder, al cual sirven muchos de ellos. Tal esfuerzo solamente podrá provenir de la ciudadanía organizada, pues es imposible que corrompan a cada guatemalteco.
Paz, justicia, democracia y desarrollo son valores ciudadanos inviables en un Estado fallido; por ello, debemos recuperar la esencia republicana del Estado, exigiendo que todos nos sometamos al imperio de una legalidad democrática surgida de la consulta y el consenso. Nuestro futuro como país está en juego y nos exige la más enérgica acción cívica. Comencemos el esfuerzo luchando contra la corrupción, el narco-poder y la impunidad.