Al conmemorar 44 años de la Masacre de la Embajada de España, insistimos en que, frente a los delitos de lesa humanidad, como este crimen de Estado, debemos exigir verdad, justicia, garantías de no repetición y reparación digna y transformadora, para que tales aberraciones no se vuelvan a repetir.
Durante décadas, los mártires, los auténticos patriotas, las víctimas de la ignominia castrense y financiera fueron tildados de subversivos y terroristas, hasta que logramos sentar a los victimarios en el banquillo de los acusados y demostrar su culpabilidad.
En juicios televisados, que observaron el debido proceso hasta el último detalle, se demostró que fueron los militares, al servicio de la oligarquía, quienes construyeron un régimen de terror contrainsurgente, que ahora se hace pedazos, gracias a miles de mujeres y hombres que no cedimos en nuestros afanes libertarios, mantuvimos viva la memoria histórica, reclamando verdad y justicia.
Después de la firma de la Paz se impuso la hegemonía del gran capital, que utilizó todos sus medios de comunicación para dar una batalla contra la verdad histórica. Al conmemorarse el 44 aniversario de la Masacre de la Embajada de España, sin duda podemos afirmar que hemos vencido al terror contrainsurgente. Pero no lo decimos con triunfalismo ni soberbia, pues ha sido una lucha larga y dura, en la que los hombres y mujeres sobrevivientes empeñamos la vida que logramos preservar. En esta gesta, hicimos realidad la máxima bolivariana que “el arte de vencer se aprende en la derrota”.
La masacre de nuestros compañeros y el personal de la Embajada, como se demostró en el juicio, tuvieron como propósito aterrorizar a la población, quemando vivos a quienes pacíficamente tomaron la legación diplomática, para frenar el genocidio en el norte de El Quiché. Judicialmente, demostramos que se trató de un crimen de Estado.
La toma pacífica de la Embajada fue el corolario de meses de denuncias y acciones políticas bajo la consigna “Ejército asesino fuera del Quiché”. Ese grito desgarrador lo pintamos en paredes y lo grabamos en la conciencia de la ciudadanía que no fue cómplice del genocidio, como lo son ahora los narco-militares y el pacto de corruptos, que han secuestrado a la Justicia.
La matanza nos golpeó brutalmente, pero no nos desmovilizó, pues dos días más tarde, el 2 de febrero de 1980, más de treinta mil ciudadanos rompimos el cerco militar y policial y le dimos a los mártires la más digna sepultura.
En el sepelio, los estudiantes Jesús España, Gustavo Hernández y yo fuimos ametrallados por Pedro García Arredondo, Jesús Valiente Téllez y sus esbirros. Los dos compañeros murieron, pero yo sobreviví para reivindicar su ejemplo y contribuir a la condena de 90 años al Jefe del Comando Seis, logrando que se hiciera justicia, aunque fuera 35 años después.
Parece que fue ayer, pero ya han pasado 44 años desde la masacre de la Embajada de España, el 31 de enero de 1980. La rabia desapareció, pero el dolor persiste, agudo, pertinaz, implacable. La rabia se desvaneció porque hubo justicia; en un juicio con todas las garantías del debido proceso, se demostró cómo el Estado de Guatemala, y sus agentes represivos, con el apoyo de la oligarquía, promovieron brutales crímenes de lesa humanidad, como quemar vivos a los ocupantes de la Embajada de España y al personal de la legación.
Hubo verdad y justicia, pero no hubo reparación ni garantías de no repetición. Eso permitió que, décadas después, durante el gobierno de Jimmy Morales, 41 niñas fueran abrasadas vivas en el estatal “Hogar Inseguro Virgen de la Asunción”, crimen por el que el comediante debe responder.
Por eso, quienes nos oprimen pretenden ocultar o tergiversar nuestra memoria colectiva, para enajenarnos y dominarnos con mayor facilidad. Esclarecer hechos como la masacre de la Embajada de España es sano, permite desentrañar la verdad histórica y demandar verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. Hacerlo bien es la única salvaguardia para evitar que vuelvan a suceder hechos tan dolorosos, para impedir que el Estado sea instrumento de muerte, en lugar de ser garante de vida, de paz y de desarrollo.
El Estado ya ha reconocido su responsabilidad en la masacre. Primero, cuando el Canciller de la República pidió perdón por la masacre al pueblo y al gobierno español, después de la firma de la paz. Luego, cuando el Congreso emitió el Punto Resolutivo 6-98, estableciendo en su tercer considerando: “Que, en el año de 1980, un grupo de campesinos hizo suyos los sufrimientos, necesidades y peticiones de la inmensa mayoría guatemalteca que se debate entre la pobreza y pobreza extrema, al tomar la embajada de España con el único fin de que el mundo conociera su situación”. Además, resolvió que los ocupantes dieron su vida por encontrar el camino para un mejor futuro y alcanzar la paz firme y duradera.
Durante el juicio, en 2014, demostramos con testimonios, y pruebas documentales y científicas de todo tipo, cómo la orden de “que ninguno salga vivo de allí”, provino del más alto mando represor del Estado: Lucas García, Donaldo Álvarez y German Chupina. Álvarez está prófugo, y los otros dos están muertos. Por eso solamente se pudo enjuiciar al ejecutor, Pedro García Arredondo, Jefe del Comando Seis, condenado a 90 años de prisión.
En su informe, la Comisión de Esclarecimiento Histórico aclaró los hechos y estableció que se trató de un crimen del gobierno de Lucas García. La historia nos enseñó que el arte de vencer al terror radica en la consecuencia, en la lucha y en la perseverancia.
Como individuos y como sociedad, nuestros actos nos definen. Lo realizado, o lo que dejamos de hacer, determina el rumbo de nuestras vidas. Por ello, la memoria histórica da cuenta de lo que somos como sociedad, explica cómo hemos llegado hasta aquí, sirve para entendernos y para delinear nuestro futuro. Rescatarla, equivale a preservar nuestra esencia y tener conciencia de nuestra identidad. Por ello, no cejaremos en nuestro esfuerzo.
Por todo lo anterior, los memoriosos seguiremos recordando a las víctimas y demandando verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. «Nada se nos ha olvidado, nadie se nos ha olvidado, las víctimas del genocidio claman justicia», reza la placa que se develó, en 2001, en la vieja sede de la legación española, compromiso que habremos de honrar.