Víctor Ferrigno F.
El lunes pasado, el barrio de Jocotenango se vistió de gala, con su tradicional feria, para celebrar a la Virgen de la Asunción, la patrona de la ciudad capital. En un puesto de garnachas, hablando del desgobierno imperante, unos comensales me preguntaron si se llevarán a cabo las próximas elecciones, que tienen todo lo que conlleva una feria: diversión, malabarismos, comilonas, violencia, confusión y delincuencia.
Les recordé que en la feria de los comicios hay de todo, incluidas ruedas de Chicago, de las que algunos candidatos se bajan al pedalazo, debido a la náusea que les causa descubrir que casi nadie votará por ellos.
No faltan los dulces de algodón, representados por las promesas de campaña, que desaniman a los votantes cuando descubren que, con un poquito de azúcar y colorante, les inflaron una oferta que se desvanece al primer bocado.
Los programas de Gobierno –más formales que reales- se parecen a los rosarios de azúcar: un montón de tusas pintadas y firmemente anudadas, de las cuales, después de mucho batallar, apenas se saca un pedacito de dulce duro y sucio, imposible de tragárselo.
Los candidatos son como los merolicos que anuncian el espectáculo de la casa del terror: nadie los conoce, dicen cosas poco creíbles, pero con tal verborrea que la gente cae de incauta y paga por entrar a sufrir a un cuarto oscuro y maloliente. Allí se les aparece el Cadejo de la corrupción, la Siguamonta de la demagogia, el Sombrerón del hambre y la Llorona que clama por sus hijos desaparecidos.
Cuando los electores terminan el recorrido -que dura cuatro años- invariablemente salen defraudados, alegando que el candidato los engañó.
Las esposas de los presidenciables, con honrosas excepciones, se aprenden dos o tres frases sobre lo que harán si su marido resulta electo, las que suenan tan falsas como cuando las candidatas a reinas de belleza aseguran que quieren ser como la Madre Teresa de Calcuta, después de enseñar chiche, nalga y pantorrilla.
Los dueños de los partidos se asemejan a los comerciantes de feria, que se agarran a patadas por poner su puesto en el lugar que ofrece mayores ganancias, asegurando a los votantes que su producto es el mejor, aunque terminan produciendo vómitos a los ciudadanos incautos que lo consumen.
Obviamente, no faltan los magos, representados por algunos magistrados, quienes meten la mano en el sombrero de la Constitución y, en lugar de sacar un inmaculado conejo blanco, extraen un buitre carroñero, asegurándonos que todo está en regla, aunque todos sepamos que nos dieron zope por liebre.
Mientras andamos de noveleros por la feria, las clicas de políticos y empresarios se clavan hasta la caja de las limosnas de la Virgen, con la complicidad de banqueros corruptos, gozando de plena impunidad, seguros de que ya no serán perseguidos por el MP o la CICIG.
Finalmente, la feria se acaba, y en los estertores de la goma todos nos preguntamos ¿cómo nos dejamos sorprender por empresarios inescrupulosos, políticos corruptos o funcionarios carteristas?; ¿por qué olvidamos que los problemas nacionales no se resuelven con música, gorros, pitos y discursos altisonantes?
Entre chela y chela concluimos que, con esta crisis política, a saber, si habrá feria electoral y que, a pesar de conocer sus características y su desenlace, cada cuatro años caemos en el mismo error. Entre vuelta y vuelta del tiovivo meditamos en nuestra conducta cívica, encomendándonos a la Virgen de la Asunción, porque todo apunta a que si no nos avivamos podemos salir jocoteados, tanto en Jocotenango como en el resto del país.