Sergio Penagos
Ampliando el tema desarrollado en esta columna el 24 de diciembre del año pasado, veremos cómo se confirma lo expresado en esa oportunidad. Estamos ante una violenta escala de ataques jurídicos para defender al gobierno de turno. Los ciudadanos que adversan esas tácticas criminales, son catalogados como enemigos del orden social para justificar el uso del Derecho Penal del Enemigo (Günther Jakobs), al tratar a los acusados como terroristas carentes de derechos y garantías, al no ser considerados como ciudadanos. Cuando se trata de terroristas, de enemigos del gobierno que amenazan la seguridad nacional, el derecho puede empezar a utilizarse como un instrumento de defensa, es decir, como un arma de guerra. El Derecho Penal del Enemigo, que tiene el propósito de proteger la seguridad de la sociedad justificaría, aparentemente, la cancelación o la restricción de derechos fundamentales de algunas personas y el uso indiscriminado de formas de coacción legal: las detenciones arbitrarias, la prolongación de la prisión preventiva, el inicio de causas judiciales sin una fundamentación verdaderamente sólida, la aplicación forzada o extensiva de tipos delictivos que no acaban de encajar con los hechos, e incluso las reformas legislativas para endurecer las penas para determinados delitos inventados, incluyendo sentencias contundentes y ejemplarizantes, para defender al gobierno de la amenaza que representa el llamado enemigo.
Un claro ejemplo del derecho penal del enemigo, el lawfare, elevado a la máxima potencia, se evidenció en uno de los debates electorales entre Obama y McCain, una mujer del público le preguntó al candidato demócrata: ¿Qué haría usted, si siendo presidente de los Estados Unidos, los servicios de inteligencia le dijeran que habían localizado a Osama Bin Laden? Obama respondió en el acto: lo matamos. Porque cualquier cosa está permitida cuando se trata de defendernos de nuestros enemigos. Esto es lo perverso del lawfare: cualquier cosa está permitida para atacar a los enemigos. El uso del lawfare es cada vez más frecuente como alternativa a los procesos democráticos ordinarios. La judicialización de la política y la politización de la justicia, permiten la represión y el abuso del derecho penal para interferir en la actividad política, convirtiendo el Derecho en un arma que muchos políticos utilizan para conseguir, de forma ilegítima, objetivos que no han podido conquistar pacíficamente. Cómo pasa a menudo, es difícil discernir qué usos del derecho serían legítimos y cuales serían ilegítimos. Por ejemplo: la persecución judicial de los antiguos integrantes de la FECI ¿Es legítima o ilegítima? De hecho, esto podría tener una dimensión positiva, si es que el recurso a la justicia mal aplicada, se ve como una alternativa a otras formas de persecución política más agresivas e incluso violentas, como ha ocurrido antes.
Al fin y al cabo, en un sistema jurídico regido de forma efectiva por unos mínimos principios de Estado de Derecho, imperio de la ley e independencia judicial, se tienen que cumplir determinadas reglas básicas (como la presunción de inocencia o el derecho de defensa) que permitirán a la víctima del lawfare defenderse mejor, y se pueden evitar así escaladas armadas del conflicto. Está claro que esta supuesta ventaja se desvanece en aquellos casos en que los principios mínimos mencionados no se cumplan, cuando se retuerce el derecho por parte de la policía, los fiscales y los propios jueces, con el objetivo de servir una determinada causa política. Al fin y al cabo, tal y como nos alertaba Thomas Jefferson en una célebre frase, el derecho puede convertirse en una maleable masa de cera que en manos de jueces sin escrúpulos puede acabar adoptando la forma que estos deseen. Lo que sucede entonces, como explica perfectamente Orden Kittrie, es que nace un “derecho alternativo” orientado solo a atacar deliberadamente alguien por razones estrictamente políticas, un derecho que distorsiona y traiciona con subterfugios los principios básicos del propio Estado de Derecho, aunque diga estar sirviendo el principio de legalidad [9].
Pero lo que es evidente es que las decisiones de los jueces no son políticamente neutrales. Si lo fueran, no seríamos capaces de predecir, con un reducido margen de error, que votarán la mayoría de los jueces de los más altos tribunales en muchas de las sentencias, especialmente aquellas que tienen un componente más claramente político e ideológico. Y es que los jueces son seres humanos, y como tales no pueden transcender totalmente su propia ideología o su sesgo personal subjetivo. Y todavía es más difícil si el método de nombramiento tiene una eminente naturaleza política, como es el caso precisamente de estos altos tribunales en muchos países del mundo. Por si fuera poco, este problema que existe desde los propios inicios de los sistemas jurídicos y judiciales modernos parece a ojos de algunos juristas y observadores agraviarse con el tiempo. Todos conocemos ejemplos de deterioro de las condiciones de independencia judicial en Europa y en los Estados Unidos, y ya no digamos en la región de América Latina.