Cuando nos sentamos en una mesa al aire libre, en una fonda de la avenida de los Campos Elíseos, a unas cuantas cuadras del Arco del Triunfo, pedimos que nos sirvieran algo que mitigara la sed por la larga caminata de todo el largo de la avenida, desde el inicio en la plaza de la Concordia, hasta el redondel del Arco del Triunfo. Cuando nos dieron la carta de lo que podíamos pedir, nos deslumbró que era más cómodo el precio de un vaso de vino, que el de una Coca-Cola pequeña, que tenía un precio de diez dólares. Así que pedimos una garrafa de vino de casa, unos baguetes con jamón y como el ambiente estaba fresco por los ligeros vientos otoñales, entre plática y plática consumimos cuatro garrafas.
Al levantarnos de la mesa para seguir la caminata, me di cuenta que en el centro de la mesa, medio cubierta por un florero, alguien había dejado olvidada una pipa, adornada con un anillo de oro de veintiún quilates. La pipa ya estaba usada porque donde se quema el tabaco se notaba el carbón que produce la braza del tabaco. Seguramente algún parroquiano la había olvidado y yo tuve la suerte de apropiármela indebidamente y no entregarla a la administración de la fonda, como era lo correcto, por si el dueño llegaba a reclamarla. Pero, como yo era un pobre chapín deslumbrado al caminar por esa histórica avenida, donde estaban las huellas de César Vallejo, de Enrique Gómez Carrillo, de Miguel Ángel Asturias, de Cortázar, de García Márquez, de Maupassant, de Baudelaire y tantos escritores famosos que se consagraron produciendo grandes obras de la literatura universal, bebiendo vino en bares obscuros y deambulando por las entreveradas callecitas de la Ciudad Luz.
La verdad es que yo nunca he fumado tabaco en pipa ni sé qué clase de tabaco utilizar para andar sacando humo como las locomotoras de antaño; pero, se me presentó la ocasión de tener una pipa en mi bolsillo y hasta compré un sobre de un fino tabaco que el humo olía a chocolate. Mápletonera la marca. Y esa provisión me tardó como veinte años, aunque a veces lucía la pipa sin nada de tabaco, sólo para presumir de ser un figurón diplomático o un burgués venido a menos. De eso hace como cuarenta años y la pipa ha estado todo ese tiempo adornando la estantería de mis libros.
Un mediodía, a la hora de la siesta, todo adormitado, regresé a esa fonda de París en donde hallé la pipa y en la misma mesa me encontré a un señor ya entrado en años, luciendo un abrigo de invierno y tocándose todas las bolsas del abrigo, de la camisa y del pantalón, dando la sensación que algo había perdido. Intrigado me le acerqué y le pregunté si había extraviado algo personal y me contestó, en español, que había olvidado su pipa. Ya en confianza, me contó que era originario de Andalucía y que por ser republicano estaba exiliado en París desde 1939, cuando Franco se encaramó en el poder. Entonces saqué la pipa de mi bolsillo y se la entregué. El buen señor, muy contento, me dio un abrazo, se despidió y se perdió entre los callejones de París. La siesta tardó como veinte minutos y al despertar me di cuenta que todo había sido el cumplimiento de una obligación, solo que soñada, pues la pipa estaba en el mismo lugar de la estantería de mis libros y aún sigue allí.