Regularmente el sereno principiaba su ronda a las dos de la mañana, y cuando se encontraba con la ronda de guardias que salía a celar el orden, les tenía que dar parte de que todo estaba tranquilo. Una noche de noviembre, recién pasada la celebración de los difuntos, en la cuadra en donde estaba el bar el Caballo Rojo, los guardias oyeron el ruido de las ruedas de un carruaje, que producían las ruedas cuando giraba por el empedrado.
A los guardias les llamó la atención el ruido porque allí no había carruajes tirados por caballos, sino sólo carretas de bueyes que producen un ruido parsimonioso distinto al de un carruaje. Al encontrar al sereno le preguntaron si había visto pasar un carruaje y éste les informó que sí, que el ruido venía de calle abajó, pero que solo oyó el ruido, y que el carruaje no lo vio ni por asomo.
Entonces, el sereno continuó su recorrido calle arriba y los guardias siguieron con la ronda en rumbo contrario. A poca distancia del lugar en donde recibieron la información del ruido, los guardias también oyeron que el carruaje venía de vuelta, haciendo un ruido estrepitoso con las ruedas y los cascos herrados de un caballo, y pasó frente a ellos; pero, al igual que el sereno, solo escucharon el ruido sin ver nada. Entonces se regresaron al cuartel a rendirle el parte al comandante, atreviéndose a advertirle que nunca más saldrían a celar el orden si él no los acompañaba y siempre y cuando hubiese un vecino anciano que aclarara que era eso del carruaje embrujado.
Hacía como unos ochenta años habían llegado unos gitanos, conocidos como húngaros, con una carreta con trastos de peltre colgados en los lados, con unas mujeres canches y de ojos verdes y los hombres gordos y barbudos, muy diestros en el manejo de armas blancas. En realidad, no era gitanos ni húngaros, sino personas trashumantes originarios de San José Atescatempa, que llegaban a los pueblos como expertos en adivinar la suerte, encontrar cualquier cosa perdida, así como leer el futuro según el trazo de las líneas de la mano derecha o de la izquierda o utilizando una bola de cristal como cualquier mago del lejano oriente.
La gente de las lejanías rurales dice que son gitanos y que descienden de una colonia de húngaros que vino y se asentó allí desde 1850. Al principio, muchos cayeron de incautos en las adivinanzas de los gitanos y les confiaban todas sus dudas sobre lo que querían saber una solución. Y los convencía el gitano mayor de sus poderes sobrenaturales, cuando levantaba los brazos, hacía gestos con los labios cerrados y decía jerigonzas que no se entendían, hasta llegar a dar su versión de cualquier duda: quién era el ladrón de ganado, si Jerónimo tenía otra mujer, si convenía abrir una cantina, si era prudente postularse para alcalde en las próximas elecciones, en fin, cosas de la vida diaria sin la menor importancia.
En cuanto a los honorarios, los que se acercaban a la carreta a salir de sus dudas tuvieron que quebrar los tecolotes amarillos y los coches acurrucados, gastándose los ahorros de meses o años con tal de salir de sus preocupaciones y no tener interrogantes en su vida. Un día el gitano que la hacía de mago, llegó al extremo con la Nía Bernarda de pedirle que le diera a cuenta a su hija menor, que ya estaba en edad de merecer, quien de resultas quedó embarazada. Al fin de la cansadas, todos se percataron que todo eso de las adivinaciones eran puras supercherías y que los gitanos eran una partida de ladrones que al único que no lograron embaucar fue a don Camilo Mansilla, un viejecito ciego que por no ver nada, tampoco estaba interesado en saber de su suerte y de su destino.
Así fue como los vecinos engañados y los que no lo fueron, portando sendas antorchas de ocote, se dispusieron a quemar vivos a los gitanos como se fueran las brujas de Salem, que solo se salvaron al salir en precipitada fuga por el camino a Cuilapa poder llegar a San José Atescatempa. En la prisa por salir del pueblo, dejaron abandonado el carruaje y los trastos peltre que colgaban en sus orillas; y fue cuando el gitano mayor, ya en la salida, le echó la maldición gitana para que, por muchos años, el carruaje, aunque el tiempo ya lo hubiera destruido, saldría con todo y caballo a espantar invierno y verano, para que nadie pudiera dormir con tranquilidad. La maldición únicamente la oyó el ciego de don Camilo Mansilla, que no tenía el sentido de la vista, pero si el de oír y olfatear como un oso canadiense.
Por esos sucesos de hace tiempo, en la orilla de este pueblo, por la entrada del camino que viene de Cuilapa, hay un antiguo letrero que data de desde 1930, en el que el alcalde prohíbe entrar a este pueblo a toda persona que sea o parezca gitano, húngaro o catempa de ojos verdes.