Los pueblos de hace unos setenta años eran un conjunto de casas de adobe y techos de teja, desperdigadas entre calles y callejones. A cada cuadra había una vivienda y luego seguía un largo cimiento de piedra que marcaba hasta dónde llegaba una propiedad de la otra. Los dueños cercaban sus patios aprovechando las piedras que alguna vez lanzó el volcán de Tecuamburro, como si fueran aerolitos, guardando en sus entrañas únicamente el azufre que inunda todo los alrededores de la laguna de Ixpaco, como si fuera un montón de huevos duros.
Gracias a esas piedras no había necesidad de comprar alambre espigado ni leñas y postes de palo jiote. Solo se juntaban las piedras, se colocaban las más grandes a ras de tierra y luego las más pequeñas, una por una, hasta que el cimiento se iba alargando hasta encontrar tope con la casa vecina. Estos cimientos eran inamovibles, pues el peso de las piedras y la misma gravedad hacía que se juntaran unas con otras y resistir el más fuerte temblor de tierra que se diera.
Epifenio era un mocetón que desde los días de la escuela primaria pretendía el amor de Roselia, que vivía en una casa con un patio poblado de rosales de todos colores, con un largo cimiento que servía de atalaya para ver pasar las procesiones de Semana Santa y oler el delicado perfume del incienso.
El patio de la casa de Roselia estaba cruzado de alambre galvanizado que servía para asolear los colgajos de cecina y las ensartas de chorizos criollos que fabricaba la mamá para venderlos en el mercado.
El muchacho no era del agrado de la mamá de Roselia, pues le encontraba muchos defectos, principiando por el nombre que no aparecía en el santoral. Además, no tenía futuro. Por esas malquerencias Epifenio tenía que llegar al cimiento como a la siete de la noche y ponerse a silbar el vals Tu Olvido, que era el santo y seña para que pronto se escuchara una tronazón de hojas secas por los pasos de Roselia, que en cuestión de segundos se trenzaba en un abrazo rápido que duraba lo que dura la luz de un rayo de invierno.
Cuando terminaron la primaria, a Roselia la mandó la mamá a estudiar la secundaria a Quetzaltenango y Epifenio se quedó de aprendiz de carpintería en el taller de don Medardo. Cuando concluyó la secundaria y Roselia se graduó de maestra, regresó al pueblo con su título bajo el brazo y de inmediato Epifenio supo que su amor de infancia había retornado. Ansioso por verla de nuevo, con ansiedad esperó que llegara la noche para ir al cimiento a silbarle, solo que ahora, como el vals Tu Olvido ya había pasado de moda, no tuvo más remedio que silbarle Luna de Octubre, porque era el mes que corría y había luna llena. Pero, Roselia no salió, pues estaba embelesada escribiéndole una larga carta al novio que dejó en Quetzaltenango, y este, durante cinco años, la canción que le silbaba era Luna de Xelajú, de manera que el viejo vals Tu Olvido ya se le había olvidado.