René Arturo Villegas Lara

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Marcelina, como se dice en lenguaje cervantino, era de “buen ver”. La naturaleza la dotó de un regular porte, cabello negro, casi azabache, de tez morena clara y de ojos verdes. Y aquí estaba el peligro, por esa fama que tienen las mujeres morenas de ojos verdes de ser imponentes y mandonas. Con esa estampa, Marcelina era la alumna distinguida de los últimos años de la primaria y los alumnos de sexto contaban los minutos para la hora del recreo, pues ella entrenaba básquet a eso de las doce menos cuarto y había que admirarla por su habilidad para encestar y por otras cosas más.

Alfredo era el alumno que tuvo el privilegio de que le atendiera sus tendidos, solo que la mamá le había dicho que no se juntara con niños porque eran varones y estos tenían ponzoña. Y como las escuelas de niños y de niñas quedaban casi juntas, Marcelina casi llegó a la pubertad con el prejuicio de la ponzoña.

Don Tomás, que era el profesor de sexto año, a la hora de ciencias naturales enseñaba muchas cosas. Como ese grado era mixto, cuando el maestro dio un tema de zoología y botánica, Marcelina preguntó que qué era la ponzoña. Don Tomás respondió que era cualquier sustancia dañosa para la salud, como el veneno que inoculan algunas serpientes y puso de ejemplo el cantil de agua o el coral ponzoñoso. Marcelina, ante tal información, hizo una segunda pregunta. “¿Y los varones tienen ponzoña?” La respuesta del profesor fue inmediata: “De ninguna manera”. En ese momento, el prejuicio que había tenido durante siete años de los catorce que tenía cuando estaba por terminar la primaria, se disipó para siempre.

Alfredo meditó para sus adentros que eso de la ponzoña era el motivo por el que sus tendidos nunca se definieron y optó por alejarse de Marcelina, pues después de la información del profesor sus ilusiones las dirigiría a otros destinos.

Cuando les extendieron el diploma de haber concluido la primaria, a Marcelina la becaron para estudiar en La Alameda, en la escuela para maestros rurales Pedro Molina, en las afueras de Chimaltenango. Y allí sí había cantidad de ponzoña porque era un centro escolar con el sistema de coeducación. Todo fue normal durante el primer año. En el segundo, apareció Pablo, alumno distinguido en el aula y destacado deportista. Cuando conoció a Marcelina, pues recibían clases en la misma sala, éste también le corrió tendidos, solo que ahora los hilos si se enredaron y se hizo un nudo ciego en el correr de su vida de internos. Por las tardes, cuando les daban dos horas libres, se iban a Los Aposentos o al bosque de La Alameda y así, cuando vinieron a sentir, ya próximos a graduarse, una tarde ya casi caída la tarde y con iluminación de luciérnagas, ocurrió que perdieron la inocencia como dice la canción Mi árbol y Yo. Luego vino el acto de recibimiento y la mamá de Marcelina notó algo raro en el bajo vientre de su hija y aunque ahora era maestra se atrevió a preguntarle que qué pasaba en su barriga. Entonces Marcelina soltó la respuesta que tenía preparada desde que era amiga de Alfredo y contestó: “Es que me emponzoñé”.

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