René Arturo Villegas Lara

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Cuando uno le preguntaba a Martín que de dónde era, que de dónde venía, se concretaba a contestar que su casa quedaba en el Peñón de los Monterroso, un caserío que se formó en los alrededores de la aldea Sinacantán. La gente en el pueblo lo tenía por medio retrasado, pues una mañana de invierno le agarró por contar la cantidad de piedras que habían utilizado los albañiles para empedrar todas las calles del pueblo.

Como en ese tiempo sólo había cuatro avenidas que se alargaban de norte a sur y que a un alcalde se le ocurrió llamarles así, avenidas, también había calles empedradas que eran como ocho, de orienta a poniente.

Solo que más pequeñas. La cantidad d piedras que trajeron de la orilla de los ríos complicaba la sumatoria que día a día hacía Martín, pues su tarea era tan inmensa y difícil como contar los luceros y las estrellas del firmamento en una noche de diciembre. Un día que lo encontré frente a la casa de la Nía Soledad Orozco, acababa de caer un aguacero de los buenos y una correntada chocolatada iba a medio tanto de la calle y con rumbo desconocido. Uno aprovechaba esas corrientes presurosas para soltar barquitos de papel plateado, para que aguantaran la humedad y no se deshicieran muy rápido; pero, a Martín le molestaba ese juego infantil de la vida rural, porque en su imaginación creía que los barquitos se tenían que mover impulsados por una hélice y por la intensidad del ruido se asustarían las ranas de invierno y con seguridad se encuevaban donde pudieran y ya nos las podía agarrar.

Y es que la manía de Martín no era solo contar las piedras de calles y avenidas, sino también cumplir el trato que tenía con los chinos del pueblo, que le compraban las ranas para comerlas. Un día que no hubo escuela, pues en invierno abundaban los días de feriado, me encontré a Martín contando las piedras de la segunda avenida. Había principiado desde la esquina de doña Gudelia, a todo lo largo de los cimientos de piedra y como a las once de la mañana ya había contado todas las piedras que estaban apelmazadas hasta la esquina de la carpintería de don Medardo.

Martín tenía conocimientos de geometría plana, porque contaba cajón por cajón: el de la derecha y luego el de la izquierda, hasta terminar una cuadra. Cuando le pregunté que en dónde apuntaba la cantidad de piedras que iba contando, me contesto con mucha seguridad: “En la ñola; para eso nos la dio Dios”. Siempre fue un enigma para todos los curiosos que caminaban siguiendo Martín, por eso de contar las piedras de todas las calles y avenidas y las conjeturas eran distintas.

Unos letrados decían que tal vez lo había contratado una revista extranjera para establecer un record mundial; otros, que Martín estaba loco y que su manía era contar todo lo que se le ponían enfrente, pues un vecino del Peñón de los Monterroso relataba que no le extrañaba eso de contar piedras, pues en el caserío era conocida la historia de la vez que Martín le contó todas las pulgas que tenía el chucho que lo acompañó durante muchos años, tarea más que titánica porque el perro era de color negro. O cuando quiso ser peluquero y le daba por contarle los pelos a todo vecino que trasquilaba.

Cuando me atreví a indagar los fines de Martín en eso de contar las piedras de las calles, me respondió: “Es que todos estos tetuntes redondos los sacaron de la orilla del río de la aldea Sinacantán y algún día vamos a presentar una demanda contra el señor gobierno o contra el intendente municipal, para que pague cada piedra sacada del río o que nos mande a arreglar las calles de la aldea”. Muchos años después, cuando ya no había intendente, al alcalde municipal le sorprendió que le notificaran una demanda por daños, perjuicios y apropiación indebida, que los vecinos de la aldea presentaron ante el juez de primera instancia, aportando como prueba el cuaderno donde estaba la suma total de piedras que la Municipalidad tenían que pagar, gracias a los apuntes minuciosos que años antes había realizado Martín. Así fue como venimos a darnos cuenta que el tal Martín, de lelo no tenía ni un pelo.

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